De entre todos los cafés del mundo III y final

No diré que encontré mi redención definitiva en ella, pero puedo aseverar sin reservas, que he empezado a concebir una existencia posible. Que no me rebelo al instante cuando se menciona el concepto “sentimientos” Que puedo enternecerme ante los que hablan del amor como una realidad palpable. Que acepto la posibilidad de una vida plácida y plena. Para otros, desde luego. Y considero la posibilidad infinitesimal de ser feliz algún día, algunas horas. Y que todo esto lo digo públicamente. Me aterroriza la posibilidad de traicionarme a mí mismo y poder llegar a ser dichoso. Pero empiezo a pensar que esa muerte en vida en la que me hallaba cómodamente instalado, no era por fin, tan buena idea.

Fin de «De entre todos los cafes del mundo parte II»

Tampoco es que estas reflexiones me arrastraran fuera del «lado oscuro» Mi posicionamiento existencial solo había variado en la medida en que ese interés por rellenar mis horas de vigilia, se había visto recompensado con un acompañamiento. Llamarlo relación podría ser considerado desproporcionado. Para que algún tipo de vínculo pueda hacerse acreedor a tal título, debe reunir unos mínimos. Cierto interés bilateral, algún tipo de compromiso, una delimitación de espacios comunes, una conexión emocional, qué se yo.

Digamos que esa puesta en común de personas no alcanzaba tal categoría. Y desde luego que el principal responsable era yo. Por parte de mi profesora de salsa, Elizabeth por bautizo, considerando su edad y sus experiencias previas con los hombres, se podría decir sin reservas que ponía encima de la mesa todo lo que era, todo lo que sabía, todo lo que sentía. No lo pongo en duda, lo afirmo rotundamente.

Como es lógico, este hecho, incuestionablemente positivo para cualquier mortal que se precie, no hacía más que agobiarme constantemente. Una cosa es que me dé por perdido a mí mismo, y otra cosa muy distinta es que quiera ser acompañado al subsuelo. Elizabeth merecía ser feliz, precisamente lo que yo no podía garantizar. Más bien podría asegurarle lo contrario.

Este tipo de situaciones que se mantienen en stand by entre un hombre y una mujer, acaban normalmente con un ultimatum por parte de ella. No lo cuestiono, simplemente lo expongo como un hecho estadístico. Además, lo veo comprensible. La estabilidad forma parte de la felicidad, para muchas personas. Lo que ocurre es que es un concepto endiabladamente sencillo. Todos sabemos lo que significa. Diseñas un plan de vida y colocas un atrezzo diabólico: Domicilio conjunto. Organización conjunta. Decisiones Conjuntas. Economías conjuntas. Planes conjuntos. Para un tipo como yo, en el que «disjunto» podría ser mi segundo apellido, todo esto era como un catálogo de pesadillas a todo color.

Eligió un día cualquiera. No me pudo sorprender ninguno de sus argumentos. Sensatos y razonables, todos y cada uno de ellos. Solo podía esperar a que acabara su exposición, darle las gracias por todos y cada uno de los minutos que pasamos juntos, y besarla por última vez.

Para mi sorpresa, el desenlace a su exposición de motivos no fue otro que el de proponer un marco de extrema libertad para ambos, y un espacio común muy amplio, en el que podía caber la convivencia cotidiana, las ausencias inmotivadas y las rarezas individuales. A cambio, cierto grado de monogamia.

Como lo antepenúltimo en lo que estaba pensando era en ampliar el número de mis preocupaciones con otro embrollo más, la verdad es que solo pude aceptar. No tenía ningún argumento para no hacerlo. Todas las dudas que tenía acerca de una relación me iban a ser toleradas. El tiempo de vigilia consciente se reduciría sensiblemente : las tareas de la casa, la compra, la atención al compañero. Todo ello permitía rellenar mi puzzle vital mucho más rápidamente.

Transcurridas unas cuantas semanas, empezaba a analizar la posibilidad de que esta atípica situación pudiese sufrir una profunda revolución. Paradójicamente, hacia el convencionalismo. Vaya mierda de revolución, dicho sea de paso. Evolucionar desde una situación abierta, flexible, libre, hacia una relación convencional, con o sin papeles de por medio, es la anti-revolución. Pero como mi vida es en realidad una anti-vida, me pareció de lo más coherente con mi incoherencia existencial.

Solo faltaba elegir el momento oportuno. Valoré diferentes hipótesis y distintas escenografías. Me decidí por una sencilla copa de champagne en la terraza del hotel, un anillo artesano de la zona, y una especie de barra libre para ella. Si quería papeles, habría papeles. A mí me parecería bien. Procuré ser muy discreto, no dar opción alguna a que algo o alguien adelantara el momento.

Pero como el hombre propone y Dios dispone, dispuso enviarme un torpedo a la línea de flotación. La mañana se había levantado un tanto borrascosa, en el sentido climático y en el otro. Me encontraba un tanto inquieto y no sabía muy bien porqué. Lo achaqué a la inminencia del momento definitivo, en el que le pediría a Elizabeth el cambio de status. Pero al poco tiempo entendí cuál era la verdadera causa de mi zozobra.

Lo supe por la brisa. Me encontraba al fondo del salón, en diagonal a la entrada principal del hotel. Ventilábamos la estancia, refrescándola con el singular aroma que proviene de la costa, la humedad salina mineralizada que a todos nos gusta percibir a la orilla del mar. Pero camuflada en el remolino olfativo, me llegó el inconfundible Pure Poison, de Dior. Inmediatamente pensé: «La jodimos»

Al instante, percibí el roce de su vestido. Ibicenco, a buen seguro. Instantes después, la ocupación volumétrica completa de la estancia. Sin duda, ella estaba allí. Me volví casi por instinto, sin mirarla a los ojos, en parte por miedo, en parte porque no necesitaba confirmación visual de que era ella. Enseguida, el ataque. «Ya veo que no me esperabas y que no te alegras de verme» Mi contestación más lógica habría sido: «No, no te esperaba. En efecto, no me alegro de verte» En cambio, murmuré una frase más convencional. «Claro que me alegro»

Ella me miró con curiosidad, pero no pareció verse afectada por mi estupor y mi frialdad en su recibimiento. Enseguida me aclaró que había ido a bucear. Así la conocí. Pero yo me hubiera fijado ante cualquier reserva a su nombre. Algo no me encajaba . Me acerqué al pupitre de recepción, con modales muy profesionales, y le pregunté a qué nombre había hecho la reserva. Un nombre de varón. Me dolió, pero me mantuve hierático. Ella esbozó una sonrisa. «Es un amigo» Yo puse cara de no importarme. Ella acercó sus labios a mi oreja. «Gay», dijo.

Desconozco si existe algún tipo de rango, escalafón o clasificación entre las brujas. Pero ella hubiera sido General de Brigada o su equivalente en arpía. La habitación había sido reservada para una semana completa. No acertaba a encontrar algún tipo de sistema o acción evasiva. ¿Cómo iba a poder resistir los envates de esta moderna Matahari durante siete días y sus correspondientes noches? Solo cuando se acercó a susurrarme en la oreja que su pareja no era competencia, me produjo una vasoconstricción generalizada acompañada de la erección involuntaria de todos y cada uno de los folículos pilosos de mi piel. Y me temo que no solo eso.

Un inesperado viaje de Elizabeth a su país, debido a dolorosos asuntos familiares, complicó aún más la situación. La acompañé al aeropuerto, me guardé el anillo, el discurso, el champagne, y procuré disimular mi desazón. No creo que lo percibiera, pero no podría asegurarlo. Ella estaba triste, desde luego, pero no creo que fuera por que hubiese notado nada.

En resumen: Me quedaba solo, ante las aún inciertas intenciones de mi ilustre visitante, que dispondría de una semana completa para desplegar toda su artillería. Si tuviera que apostar a favor de alguien, no sería por mí. Tenía todas las de perder. Aunque mi nueva situación personal me proporcionaba cierta fortaleza, que tendría que intentar aprovechar para resistir sus ataques, si es que éstos se producían.

En el día a día, solo podía relajarme cuando la veía coger el coche rumbo a las costas de la zona, para practicar el buceo. Durante unas horas, podia dedicarme a las tareas cotidianas sin temor alguno a sus malignos influjos. A su vuelta, de la misma forma que hizo en la otra ocasión, se dejaba ver por todas y cada una de las estancias del hotel, provocándome más de un respingo. En esta ocasión se movía sigilosamente, y hacía por coincidir conmigo. O esa era la sensación que provocaba en mí.

Según avanzaban los días, iba cogiendo confianza. El ataque definitivo no se había producido, y albergaba la esperanza de que su visita fuese…no casual, desde luego, pero quizás solo había sido una boutade, o un simple tanteo, con posibilidad de reversión. Es posible que mi aparente indiferencia le hubiese desanimado por completo. Si, hipotéticamente, había ido allí para verme, y yo no le hacía caso, probablemente se resignase a pasar simplemente, unas buenas vacaciones.

Llegué a la conclusión de que estaba profundamente equivocado al observar un par de detalles. El detalle de que me estampó un beso en los morros dos días antes de su partida, y el detalle de presentarse desnuda en mi habitación esa misma noche. Un buen detalle, dicho sea de paso. Tampoco fué para tanto. Tan preocupado estaba yo por su presencia, y el tema se zanjó a la antigua usanza, sexo mediante. Y ya solo quedaba un día de su estancia en el hotel.

Sí que me incomodó enterarme al día siguiente de que había ampliado su permanencia tres días más, aprovechando una cancelación de última hora. No se como pudo enterarse, quizás se cameló a los dueños. Muy factible. Pero eso cambiaba las cosas del todo. Alguna conversación habría que mantener, y no sería muy fácil.

Aprovechó para colarse en la reunión literaria, desde donde controlaba todo lo que sucedía, sin aportar experiencias propias ni comentarios sobre sus lecturas. Simplemente se encontraba en calidad de oyente inquisidora. El tema propuesto para la reunión era «Novelas de amores imposibles», a iniciativa de la romántica oficial del grupo, una pintora holandesa de carrera profesional incierta, y trayectoria amorosa muy similar. Las historias de Montescos y Capuletos, La Insoportable Levedad del Ser, El Príncipe De Las Mareas, Carta de Una Desconocida,…consiguieron incomodarme sobremanera, especialmente cuando preguntaba cosas tales como : «Pero el amor, por muy imperfecto que sea, debería triunfar siempre, ¿no os parece?» o , «en mi opinión, él, el protagonista, no es lo suficientemente valiente para luchar por ella», afirmación con la que se ganó a un heterogénero auditorio de féminas de todas las edades, estado civil y orientación sexual.

Utilizaba la vieja táctica del acoso y derribo, del pressing en todo el campo. Lógico. Las mujeres son inigualables en ese terreno. La capacidad de inisistir e insistir hasta obtener lo que desean, es inversamente proporcional a la importancia que le otorgan los hombres al mismo objetivo. En mi caso, esta afirmación la encontraba especialmente cierta. ¿Qué puedo tener yo que ofrecerle a una mujer como ella? ¿Y entonces, porqué insiste hasta la saciedad?

«Porque me pareces el hombre más adorable que he conocido en mi vida, y no puedo dejar de pensar en cómo podría ser capaz de sacarte de esta especie de purgatorio terrenal en el que te conocí, y en el que sigues» Esa fue la respuesta que obtuve, cuando tras la reunión literaria me volvió a acorralar en el rellano previo a la terraza, y decidí agarrar el toro por los cuernos.

Tras su conversación, lo que ya no me quedaba claro es si me quería como pareja o me quería como misión. Cualquiera de las dos alternativas me parecían igual de inexplicables y exactamente igual de aterradoras. No es lo mismo apalabrar una convivencia tranquila y sosegada, basada en el mutuo respeto, la fidelidad, y la aceptación tácita de que soy un caso perdido, que verme inmerso en una especie de Cruzada vital, comandada por una persona que me triplicaba en energía y claridad de ideas.

Otro dato que complicaba la adopción de una decisión definitiva es el hecho de que ella me dejó tirado sin ninguna explicación, y que podría volver a hacerlo sin problemas. Sobre esto, no la pregunté. Para qué. Me diría que había vuelto y eso es lo importante.

Al finalizar su estancia, recogí mis cosas, las coloqué como pude en su coche de alquiler y me dispuse a partir con ella, a donde me llevara. Me despedí de Elizabeth por teléfono. Me dijo algo así como «Amor , ya tu sabes» Abracé a mis jefes, recibí un pequeño homenaje de mis alumnos, y subí al coche.

Si me preguntan cuál fue la razón que me impulsó a abandonar todo lo que había conseguido, nada menos que la supervivencia, para adentrarme en un más que posible desastre vital, solo puedo contestarles que he elegido el destino que creo merecerme. Nunca me he sentido merecedor de nada mejor, y no debería tenerlo. Ahora, el mundo es justo conmigo. Me proporciona una más que presumible tristeza crónica. Me colocará en el subsuelo. Sufriré, casi seguro. Lo que me he ganado a pulso. Es mío, que no me lo quiten.

Y si por un casual, las cosas fueran bien, no duden que haré lo posible para volver a la senda correcta, a la de la justicia. A lo que me merezco.

 

P.D. Título tomado de la película «Casablanca»

Escena «De entre todos los cafés del mundo»

 

 

 

 

5 Comments

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  1. La insatisfacción, la resignación ante una vida perdida es lo que hace caer una vez y otra en los mismos errores. Supongo que el protagonista seguirá buscando la manera de inmolarse y darle la razón a esa vida que cree que es injusta con él.

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  2. Los finales abiertos son los únicos en los que creo. Gracias por tan buen relato!

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