Acordes Para Un Sueño

Era un día cualquiera de verano. Las sombras del atardecer se acomodaron en mi terraza, compartiendo espacio con los efluvios de los cantuesos que rodean la casa, a modo de Guardia Pretoriana.

Mi libro, ese clásico de Chandler, esa copa suave del atardecer, y yo. Solo faltaba un detalle, de subsanación inmediata. Esa música elegida que te permite rozar el paradigma de la felicidad.

Es lo que tienen los años: Encuentras respuestas ocultas a las incógnitas más difíciles de tus días. Aunque, a la vez, se te cierran todas las puertas que conducen a los caminos firmes y despejados, que te podrían orientar hacia el equilibrio vital.

En esta única ecuación de múltiples incógnitas, sabes de antemano que la «x» va a seguir siendo la «x». Y que la «y», se quedará en su sitio, próxima a la «z», al final, al omega de nuestras dudas, de nuestros pensamientos, de nuestras creencias. Y que para esta operación, no nos sobran teoremas de resolución, solo nos faltan soluciones.

Y luego, los fantasmas, que existen. Puede que no lleven sábana, que no reconozcas una corriente gélida, que no trasladen objetos de punta a punta. Pero haberlos, hailos. Y te persiguen, los hijos de puta. Te acompañan, se manifiestan en esas pequeñas cosas. Donde duele, donde son capaces de resquebrajar el alma, allí los encuentras, haciendo palanca.

Fijaos en esa tarde, Solo tenia que poner la guinda a mi felicidad. Solo elegir esa canción, esa sinfonía, ese cantar, que me permitiese rebajar las pretensiones de mis sombras. Las internas, desde luego. Y no fuí capaz.

No es cuestión de oferta, desde luego. Hay donde elegir. Pero como ese mentalista de ferias y reuniones de empresa, que puede averiguar tus pensamientos y tus deseos, todos mis intentos de elección, se vieron acompañados del fracaso más absoluto. Todos, cualesquiera de los temas elegidos, venían con esa mochila vital, esa carga de experiencias influyentes, que me impedían seleccionarlos, por el evidente riesgo de transformar ese momento tranquilo, ese momentum calmado, esa felicidad tangencial, en un manantial de reproches, llantos y desesperaciones; Por los momentos vividos, por las acciones ejecutadas, por las acciones evitadas, por los amores, por las pasividades y los celos.

Solo había dos posibilidades: Elegir canciones desprovistas de motivaciones, de experiencias, es decir, completamente indiferentes. Activar el botón de randomización de archivos o pistas, y simplemente que sonara cualquier cosa. La segunda, elegir con total conocimiento de causa, con arrojo, con encaje, con desesperación, con valentía, con dolor.

Lo estuve pensando un buen rato, cambiando de criterio a cada segundo. Detecté que cada brisa de ese aire montañoso que me rodeaba, atraía un incremento no proporcional de aromas de cantueso. Y que, cuando eso ocurría, mi ánimo era cada vez más masoquista. Percibirlo, y comenzar la tendencia autodestructiva.

Me otorgué un pequeño plazo para el análisis. Es decir, que a mayor percepción olfativa, más dispuesto estaba a joderme a mí mismo. Valoré efectos endocrinos, influencias de las endorfinas, y otros mecanismos aún más disparatados. Quizá simplemente quería hacerlo, y el influjo positivo del aroma de mi juventud, en las dehesas de la zona, me hacía más fuerte, más preparado para mantener la lucha entre la felicidad y la perturbación permanente, que iba ganando esta última, por goleada.

Por tanto, y puestos a hacerlo, hagámoslo bien. Me levanté, arranqué la clavija del enchufe, cerré el portátil a golpe de guillotina, plegándolo sobre sus bisagras, sin otras consideraciones, y lo aparté de mi vista lo que pude.

En ese rincón, en el lugar menos accesible del trastero más anárquico dibujado nunca, pude localizar lo que buscaba. Debe ser como el suicida que busca el arma definitiva que acabe su sufrimiento. Con prisa, pero con método, con ritual. Porque es trascendente, porque te importa, porque te cambia.

Me agaché, pasé revista mental a todos aquellos objetos, que individualmente podrían haberme herido sin matarme, hasta el día del juicio. Los deseché con suficiencia. No era su día. En el de hoy, solo armas de destrucción masiva. Nada de escaramuzas. La batalla definitiva.

No tardé en encontrarlo. Le aparté un poquito de polvo doméstico. Lo extraje por su asa, lo coloqué en una mesilla antigua arrinconada, y me esmeré en su limpieza. No dudaba de su estado. Funcionaría, seguro. No iba a fallarme cuando más lo necesitaba.

Y lo coloqué en esa terraza, en el punto más elevado que miraba hacia la cordillera. Levanté la tapa, accioné el brazo, y lo ví. Todo en orden. Me estaba esperando. Me decía algo así como: «Si de verdad quieres sufrir, cuenta conmigo»

Solo quedaba la bala.

En el mismo estante, a su lado. Como ese fiel escudero que puede darte la puntilla si la necesitas. Al tacto, funda rugosa, pero suave. Como una caricia de manos masculinas. Hasta ahí, íbamos bien. El problema venía ahora. Deslicé el contenido interior, que cayó en mis manos con la suavidad de una cuchilla, pero aún más lesiva. Limpieza ritual, concéntrica, de dentro afuera.

Llegó el momento. Coloqué la bala en el equivalente al cargador. Accioné el brazo, que respondió al instante. Comenzó a girar, esperando el momento. Bajé el brazo con decisión y con pena.

Primero, el chisporroteo, la calma que precede a la tempestad. Después, el drama. Los primeros acordes y las primeras lágrimas. Cinco minutos. Y todas las veces que pudiera soportar.

Europa.

Santana

Ella.

 

5 Comments

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  1. Buen relato, a veces cuesta encontrar esa guinda para los momentos perfectos, en este caso con forma musical 🙂

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  2. Santana siempre pone de buen humor.

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