El Resplandor Del Cuarzo (II)

La mañana siguiente comenzó como la anterior. Sin café. Sin acompañante. Pero sobre todo, sin café. Deduje que había vuelto a su casa. No había reproches. Por la razón que fuese, esa noche le apeteció compañía y yo andaba por allí. Estuvo bien, espero que para los dos, y la reflexión no daba para mucho más. Me acordé de todas las conversaciones que los chicos (varones) manteníamos de jóvenes. Hubiésemos matado por tener una noche de sexo y que a la mañana siguiente no hubiese nada que añadir. Pero ya no era un adolescente, y en mi fuero interno esperaba otra cosa.

Sin café, sin respuestas, sin argumentos y con pena, acabé mis tareas. La casa estaba bastante presentable, al menos lo suficiente para poder ponerla a la venta. A la venta. No me gustó cómo sonaba la expresión. Me alejé unos cuantos metros, para poder observar la eficacia de los trabajos. Faltaban cosas, pero no había quedado nada mal. Comencé a preparar mis enseres para subirlos al maletero del coche y emprender viaje de regreso. En esos momentos, la alarma del móvil comenzó a sonar. No recordaba que la hubiese programado, pero normalmente, solo lo hacía en relación con acontecimientos de cierta relevancia. Por tanto, me precipité a leer el mensaje asociado:

«Llamar a la mujer más guapa de la sierra madrileña. Elena: 686…»

No digo yo que no lo fuese, pero desde luego era una de las más listas. Su móvil estaba almacenado en mi agenda y, sin duda, yo no lo había hecho. Quedó asociado a una de las canciones que llevaba en el móvil: «Lord is it mine» de Supertramp. Y no por puro azar. Fue la primera de unas cuantas canciones que bailamos en el cumpleaños de una de sus amigas, cuando yo tendría dieciseis y ella uno menos. ¿Pasos a seguir? Pues obedecer, obviamente.

«Hola, tengo un mensaje por aquí grabado que dice que he de llamarte»

«Claro, porque eres perfectamente capaz de coger el coche, salir zumbando a Madrid, y esperar otros quince años a que se muera tu otra tía para verme»

«¿Cómo iba a hacer eso?», mentí como un bellaco, sintiéndome como un pedazo de carne con ojos. Al otro lado escuché una mezcla de resoplido, carcajada y reproche. ¿Cómo pueden las mujeres hacer eso? O resoplas, o regañas o te ríes, digo yo. Pues no, una especie de grandes éxitos de los gestos femeninos expresados en décimas de segundo. ¡Qué capacidad!

Al final, me propuso que la recogiera en una zona discreta del pueblo y comer juntos. La situación era curiosa. El coche cargado, yo vestido de ciudadano urbanita, casi en ruta. Y ella se fuga por la noche o por la madrugada, vaya usted a saber, y me llama para comer. Acepté, por supuesto. Más que nada, porque si le respondía que no, habría una respuesta del tipo «¿Y porqué no?» u otra del tipo «Claro, te acuestas conmigo y si te he visto no me acuerdo»

Y la argumentación subsiguiente por mi parte podría ser: «Estás casada, estás chiflada, no me entero de nada de lo que has hecho ni porqué, y en esas condiciones no tengo claro que debamos seguir viéndonos» El caso es que dicho así, tampoco parece tan incoherente. Aunque la posibilidad de que hubiese mantenido la calma el suficiente tiempo para recordar la frase completa, era mínima. Hubiera dudado, tartamudeado o llorado. Por tanto, aceptaba la comida y si reunía el valor suficiente, se lo diría a la cara.

Aunque tampoco hubo ocasión. La recogí con mi coche y me obligó a adentrarme en las dehesas de la zona este del pueblo, de cierta frondosidad, en la que las encinas y los robles cooperaban para mantener a cubierto la intimidad de los amantes. No estoy muy seguro de lo que entendía por comer, pero me apañó con una barrita energética y una manzana. Me refiero a la alimentación. En el otro terreno la recompensa fue bastante más atractiva. Quise preguntarle porqué había preferido la madre naturaleza para sus propósitos, en lugar del tálamo de hierro, pero como en realidad me era indiferente, simplemente le felicité por la idea.

Supongo que el lector pensará que, hasta el momento, y salvando el desgraciado fallecimiento de mi tía, las cosas me iban francamente bien. Un par de días en la sierra, un poquito de bricolaje casero y mucho sexo. Visto así, de acuerdo. Pero la erosión que estaba provocando en mi estabilidad emocional (entre encuentro sexual y encuentro sexual, obviamente), empezaba a pasarme factura. Y la única que podía ayudarme a entenderlo, no parecía estar por la labor, a tenor de la conversación que mantuvimos de regreso a la casa.

«Elena, esto ha sido magnífico. He disfrutado muchísmo. Ha sido completamente inesperado, pero maravilloso.»

«Me alegro mucho» y se dedicó a acariciar mi mejilla derecha con el dorso de la mano, como para comprobar la profundidad del afeitado. Siendo chica, seguro que estaba pensando en que dentro de poco cambiaría mi cuchilla por eléctrica o a la inversa. Ellas siempre quieren cambiarnos. Supongo que porque piensan que somos unos estúpidos (con cierto fundamento, todo hay que decirlo), y entienden que existe un amplio margen de mejora.

«Pero, Elena…» Yo ya sabía que iba directo al desastre. Que nadie me acuse de falta de previsión. Lo tenía perfectamente previsto. Si seguía adelante, la situación me aplastaría en Grado 7 de la Escala de Richter. Y lo hice. ¿Porqué? Porque soy un perfecto imbécil. Desde hace tiempo, sin duda. Pero con los años, no mejoro.

Le manifesté mi perplejidad, mi sorpresa, mis dudas y mis certezas (ninguna) Esperé sus explicaciones, sus orientaciones, sus consejos, sus opiniones, siempre con el noble fin de que una vez anegado ese oasis inesperado de sentimientos y pasiones, ambos pudiéramos sobrevivir sin excesivas cicatrices. Debí haberlo supuesto.

«Mira. Me estás preguntando qué debes hacer ahora. Pero yo no soy quien debe decírtelo. Yo me he expuesto al máximo. Me he abierto a tí. No te he hablado de mis riesgos, de mi estabilidad matrimonial, ni personal. No te he pedido ningún tipo de comportamiento concreto. No he querido volver tu vida del revés. No espero nada de tí, para ser más concreta. Me preguntas si esto ha sido solo sexo. No debo, ni quiero ni me apetece contestarte. Las razones de mi comportamiento son mías, exclusivamente. Tampoco voy a aclarártelas, porque no eres ni mi psicólogo ni mi madre.»

Claro, esas cosas me pasan porque me las gano a pulso. No es tan fácil ser así de bobo, lo que pasa es que llevo practicando mucho tiempo y me sale de forma natural.

La situación se había venido abajo como un castillo de naipes en un día ventoso: De forma rápida, previsible y dolorosa. No tenía más remedio que intentar una acción desesperada. Paré el coche, lo aparté a un lado de la carretera. Abrí el maletero, rebusqué entre mis cosas. Ella me miraba como si estuviese medicado. Encontré lo que quería. Cerré el maletero y volví a entrar en el coche. Le entregué lo que llevaba en la mano.

Ella lo miró, abrió los ojos ad infinitum, y me miró con cara de sorpresa. Volvió a observar lo que le había dado, y comenzó a llorar como una magdalena.

«De donde lo has sacado», preguntó entre sollozos

«De casa de mi tía», repuse.

Le expliqué todas y cada una de las circunstancias en las que se tomó la foto. Carnaval de no se que año, y allí estábamos todos, toda la pandilla. Pero en un discreto segundo plano, y mirando fijamente a Elena podía adivinarse la imagen de una versión junior de un servidor que, con ojos de corderito lechal, destacaba en la foto precisamente por ser ajeno a la misma. Solo tenía mirada para Elena.

«No es que estuviese enamorado de tí sin remedio», le expliqué. «Posiblemente porque solo venía al pueblo en época de vacaciones, fiestas, etc… Pero siempre tuve la sensación de que estando alejado de tí, estaba dejando pasar algo muy especial. No podía o no se me ocurrió cómo resolver el problema de la distancia. Seguramente me rendí demasiado pronto, o simplemente es que no había solución. Y en ese caso, inconscientemente supongo, no fui consciente de que siempre existe una vía, un recorrido alternativo para las cosas que merecen la pena. En la vida, probablemente existen diferentes grados de felicidad, que pueden presentarse de mil maneras distintas. Además, es muy posible que el caprichoso devenir de los acontecimientos nos permita albergar la esperanza de una segunda o tercera oportunidad. La única manera de saberlo con certeza es mantener en todo momento un cierto grado de conexión con los lugares, personas o entornos donde crees que existe una razonable probabilidad de rozar la felicidad, siquiera tangencialmente. De esa manera consigues dos cosas: Por un lado, puedes comprobar si realmente en esas circunstancias o con esas personas, tu vida mejora sensiblemente. Y eso lo sabrías por la frecuencia en la que esas conexiones se asocian en tu interior a una sensación de plenitud, de euforia, de confort o de sosiego. A mayor casuística, más seguridad. Pura inferencia estadística»

El rostro de Elena iba perfilando matices de mayor gravedad en la expresión, pensé que estaba enfadándose por momentos, alucinando en colores con la parrafada místico-sentimental que le estaba exponiendo sin anestesia previa. En cambio me sorprendió con una pregunta:

«¿Y la otra?»

«¿La otra?»

«Has dicho que puedes conseguir dos cosas. Una, estar más seguro de que eres feliz en esas circunstancias. ¿Y la otra cosa?»

«La otra es que si mantienes la conexión viva, incrementas tus opciones de que puedan ocurrir cosas tan maravillosas como la de estos días, y cuando sucedan, puedas organizar tu existencia de manera que no sea completamente imposible la transición desde un hecho maravilloso, aunque sorpresivo, único e irrepetible, a un aprovechamiento máximo del mismo. Es decir, si yo quisiera realizar una adaptación de mi vida a esto que nos está sucediendo,  sería tan terriblemente complejo que posiblemente no tendría más remedio que aceptarlo como un punto y aparte en mi vida, un oasis en medio del desierto, o un pleno en la ruleta. Hechos que pueden llegar a presentarse en la vida, pero que solo puedes disfrutarlos de una forma efímera»

Para ella no fue una sorpresa lo que le estaba comentando. Ellas siempre lo saben. Pero intuyo que en el fondo estaba de acuerdo conmigo. No era posible, no fue posible en su momento. No era posible ahora, supongo.

Dejamos el coche en cualquier sitio, y la deriva del paseo nos condujo a nuestro sitio favorito del pueblo, una pequeña mina de cuarzo, repleta de pequeños fragmentos de un cuarzo lechoso, que parecían ser la alfombra de bienvenida a la mitología, a la leyenda, a los sueños.

«¿Sabías que al cuarzo se le atribuyen propiedades relajantes? En concreto, el cuarzo lechoso, éste que estamos pisando, aporta calma y tranquilidad, desde una perspectiva femenina. Irradia energía pura, blanca, tranquila. En cambio, el cuarzo transparente ayuda a aclarar el pensamiento, a equilibrar la mente, y proporciona la energía necesaria para ello. Es algo más masculino, según se dice»

No tenía ni idea de los conocimientos geo-astrológicos de Elena, y no pude por menos que preguntarle. Ella no pudo por menos que esquivar mi pregunta.

«Pues no tenía ni idea. Solo sabía que ocupa la posición numero siete en la Escala de Dureza de Mohs. Tres puestos por debajo del diamante.»

«Es imposible que te acuerdes de eso. Me estás vacilando»

Me dio un poco de vergüenza decirle que era completamente cierto, por lo que adopté una expresión burlona, dejando que pensara que le había tomado el pelo. Seguimos un rato en la zona, observando, clasificando y recogiendo algunas muestras para decorar macetas y cosas así. Fue una tarde muy agradable, pero ambos sabíamos que el final se acercaba.

Volvimos al coche, nos besamos y regresamos al pueblo. La dejé no demasiado cerca de su casa, y me despidió con la mano, como los niños pequeños, abriendo y cerrando los dedos sobre la palma. Punto final a la historia.

El camino de vuelta a Madrid transcurrió con total normalidad automovilística y absoluta alteración anímica. Simplemente, esos dos días en la sierra habían puesto a prueba los pilares de mi sosegada existencia y, lógicamente, tras el terremoto vienen las réplicas. En los días siguientes anduve profundamente despistado en mi trabjo, confundido en mi vida personal, y ausente en la vida social. No es que tuviese amigos íntimos en Madrid, ni relaciones sentimentales de cierta profundidad. Ese área la despachaba con alguna cena con los compañeros de trabajo, tras la cual podía haber algún encuentro esporádico, sin repetición. Aún así, la interacción con otras personas se redujo de forma abrupta hasta un mínimo básico, para no rayar en la mala educación.

Probablemente me pasó algo parecido a lo que ocurre cuando, acostumbrado a beber excelente cava catalán en las celebraciones, algún delincuente que se hace pasar por amigo, te regala una botella de Dom Perignon. Le habrá costado un riñón, es muy majo, y todas esas cosas. Pero si lo pruebas, volver al cava es misión imposible, y quedas condenado a elegir entre dos alternativas, igual de crueles: Renunciar al Dom Perignon y sufrir como un perro o dejarte el salario del mes cuando llega un cumpleaños.

En este caso, establézcase el paralelismo : cavalo_que_tenía_hasta_ahora y Dom Perignon lo_que_había_vivido_en_esos_dos_días_mágicos.

Seguramente por una cuestión económica y de ausencia de testosterona (en sentido figurado, que quede claro), ensalcé convenientemente las virtudes del cava catalán: sereno, fiable, sencillo, barato, accesible y de burbuja gruesa (apunte enológico) y, sin tomar una decisión específica, avancé (retrocedí, dirían algunos) hacia parajes muy estables y de escasa conflictividad emocional, como mi particular homenaje a Maslow, supongo.

En la práctica, de aquellos barros (los dos días serranos) solo quedaron algunos lodos, en concreto en lo que se refiere a mi cercanía a la naturaleza, que tenía abandonada por completo; Tras esos magníficos días decidí retomar el contacto, aunque de una forma más confortable: apuntándome a un grupo de senderismo. Iba todos los fines de semana que me era posible, excepto aquellas salidas que tenían como destino zonas próximas al pueblo donde la actividad sísmica emocional me pondría en excesivo riesgo. Mis amigos laborales se burlaban de esa especie de revelación ecológico-alternativa; Yo rechazaba de plano ningún cambio sustancial, con el argumento de que siempre he sido partidario del contacto con la naturaleza, lo que incrementaba las risas en número y en decibelios. Ya sabéis, calumnia que algo queda. O como decía el Aria de Don Basilio, de la ópera  «El Barbero De Sevilla»

La calunnia è un venticello,
un’auretta assai gentile
che insensibile, sottile,
leggermente, dolcemente
incomincia a sussurrar

Algo así como «La calumnia es una brisa, un aurea muy agradable que, insensible, delgada, suavemente, dulcemente, comienza a susurrar»

Es decir, que me quedé con el sambenito de boy scout -un poco crecidito- para los restos. Tuve que asumirlo con deportividad, poca alternativa tenía. Y burla, burlando como decía Lope, pasaron los días y las semanas, retornando a esa existencia apacible y vacía en la que me hallaba desde hacía demasiado tiempo. Nunca olvidé esos días, no soy tan canalla, pero a medida que se iban alejando en el tiempo, pude contener la multitud de recuerdos de aquellos días, construyendo una especie de mampara que los aislaba del resto de mi vida, en permanente cuarentena.

(continuará)

Imagen destacada pertenece a Angel Alfageme Loeches, tomada al asalto en un claro abuso de confianza

 

 

12 Comments

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  1. Muy a menudo vivimos inmersos en sueños imposibles, pensando lo que pudo haber sido si hubiéramos obrado de una manera u otra, pero la realidad nos despierta cada mañana y nos golpea la cara, la mayoría de las veces sin piedad.
    Como le pasó al protagonista de tu historia, un sueño hecho realidad, pero como todos los sueños, inalcanzable, para luego volver a la vida real, con su aburrimiento, su soledad, su insatisfacción… ¡ y es que no nos conformamos con nada!
    Espero la continuación, no tardes…
    Un abrazo.

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    • Muchísimas gracias. Yo creo que en este caso, y ya veremos como acaba todo, el problema es mas bien que se conforma con la vuelta a esa vida cómoda pero no feliz ni plena.
      ¿Tras tocar el cielo se puede volver al purgatorio?
      ¿Después de probar el Dom Perignon aceptas sin luchar el Freixenet de 6€?
      No se que hará el protagonista, que hasta el momento es un tanto pusilánime, pero yo lo tengo cristalino.
      Gracias por comentar y por animar la historia. El autor tiene la presión del lector y eso es estimulante.

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  2. Si la presión te estimula no quiero saber la amenaza. Me ha parecido una seguna entrega «categórica» como diría mi abuela postiza. Exploté luego de leer sobre la erosión emocional. Ésta historia se va ganando un hueco en mi memoria, va bien encaminada, aunque no soy del vino entiendo el camino (no te burles, estoy incursionando en poesía también…esto de ser polifacetica me tiene entretenida).

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    • Categórica. ¡Qué afortunada expresión!
      Un tipo con una existencia tan encaminada a la supervivencia tranquila, que recibe una oleada de fuerzas tan «violentas», a buen seguro debe de sufrir un gran desgaste inicial, puesto que le cambia sus esquemas vitales. Y opta por el «esperar y ver» En una ocasión anterior, el «esperar y ver», le costó que Elena le cogiera por banda y le llevara a terrenos desconocidos y placenteros.¿Quñe le pasará si siguie en la misma línea? Puede que tenga suerte y jamás le vuelva a ocurrir (suerte en sentido irónico, obviamente), o puede que le vuelvan a sacudir las entrañas. Depende de la resistencia de esa mampara, seguramente.
      Ya veremos.
      Yo le daría dos bofetadas para espabilarle, pero no tengo autoridad alguna, jajaja

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  3. Tu lo llamas mampara y yo lo llamo coraza pero creo que los efectos directos y los colaterales son los mismos. El paralelismo Cava vs Dom Perignon muy acertado.
    La ventaja de haber llegado tarde a tus entradas es que las puedo leer seguidas.
    Vamos por la tercera

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  4. En efecto, sinónimo absoluto.
    A que sí. Menuda cabronada probar el Dom Perignon, que te guste (como a cualquier persona de bien) y luego darte cuenta de lo que cuesta

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  5. Jajaa normalidad automovilística y alteración anímica…como si me viese
    En el párrafo , q me ha gustado muho , de los grados de felicidad el final sobre la casuística y la inferencia no lo entiendo

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    • Juega con el hecho estadístico del tamaño muestral. En teoría, cuanto más numerosa sea una muestra de una población estudiada, mayor posibilidad de que la muestra sea representativa de la inferencia estadística, es decir, de las conclusiones a las que llegas tras analizarla.
      En el texto, quiere decir que si el protagonista observa ( «…puedes comprobar si realmente en esas circunstancias o con esas personas, tu vida mejora sensiblemente…» ( que cada vez que va al pueblo o conecta con los amigos de entonces, o con la propia Elena, se encuentra mucho más feliz, y va al pueblo muchas veces, se puede deducir que esa felicidad está íntimamente relacionada con el hecho de estar en el pueblo, con los amigos y con Elena.
      Ya sé que es obvio, pero el prota es un tipo de análisis: datos, cifras, …
      El autor, en el fondo, desprecia esa manera de enfocar el asunto, que por otro lado es muy obvio, y aboga por la simple escucha de los sentimientos.
      Como el chiste malo de los franceses: «Si estás viendo claramente que lo que tienes delante es un queso, huele como un queso y sabe como un queso, para qué narices lo llamas fromage»

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  6. interesante historia gracias por compartir

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