El Resplandor Del Cuarzo (I)

No fue exactamente una sorpresa, porque mi tía (tía abuela en realidad) era muy mayor, pero es de esas noticias que no qusieras recibir jamás. Su fallecimiento, triste en sí mismo, venía a enfocar directamente mi propia vida. Cuando un pariente sale de tus vidas, suele ser un indicio de que la tuya también va avanzando. Ley de vida, obviamente. Pero no deja de perturbarte durante algún tiempo, el que se precisa para asumirlo con normalidad y deportividad. Un día no estaremos, y eso no es reversible. Por tanto, disfrutemos del tránsito en la medida que podamos, y a ser posible, con más sonrisas que lágrimas.

Siempre he pensado que los fallecimientos de los allegados, tan terribles en nuestro interior, vienen acompañados de una serie de ineludibles trámites administrativos, jurídicos y sociales que, aunque no apetecen en absoluto, forman parte de ese ritual de apoyo que la sociedad en su conjunto ofrece a los afligidos familiares. Me explico. Sostengo que mientras que estás implicado en todos esos trámites, no te da tiempo a pensar en el óbito, y eso ayuda. Es mi teoría. Estoy seguro de que esos trámites son ineludibles, y que no los diseñaron para consolarnos, pero es lo que creo.

Entre ellos, me tocó hacerme cargo de esa casita de la sierra madrileña en la que había pasado unos cuantos de mis veranos adolescentes. Los mejores de mi vida, para ser preciso. Energía, optimismo, alegría y ausencia total de responsabilidades. El perfecto mix. Yo, desde luego, lo recuerdo con un cariño extraordinario. Interminables paseos en bibicleta, partidos de fútbol, baños estivales y excursiones por la montaña. Y al día siguiente, tres cuartos de lo mismo en orden invertido o quizás no.

La llegada al pueblo no supuso ningún problema. Paré para recolectar todo tipo de utensilios de limpieza y mantenimiento. La mayor parte me eran completamente desconocidos. Nunca me he destacado por poseer una gran facilidad para el bricolaje, y no sé en qué estaba pensando cuando adquirí material suficiente para construir un puente. Supongo que pensé que en el peor de los casos, buscaría un video de youtube y lo pondría en la tablet. Seguramente el optimismo juvenil me habría asaltado a traición al pasar por el paralelo correspondiente al pueblo, o quizá hubiese recibido una sobredosis de cafeína.

En cualquier caso, coloqué como pude todos los aperos en el maletero del coche y enfilé los caminos que me llevarían a esa casita que tan bien conocí en aquellos tiempos. Me costó bastante. Me despistó mucho el asfalto. En aquellas épocas, uno de nuestros juegos preferidos era lanzarnos cuesta abajo en bici y, al llegar a su final, afrontar una curva de noventa grados con la intención de sobrevivir al inevitable porrazo. No fueron pocas las veces que tuvimos que regresar a casa con alguna baja, limpiar la herida, inundarla en mercromina y volver antes de que se pusiera el sol, a ver si daba tiempo repetir. Las charlas de mi tía abuela no parecían hacer mucha mella en nosotros; Probablemente, no era más que parte de la Banda Sonora del verano. Así eran las cosas.

Después de unas cuantas vueltas al pueblo, conseguí llegar a la casa. El aspecto general no difería en exceso de lo que recordaba. Una casa de pueblo, en la falda de la montaña berroqueña. Escoltada por una especie de Mato Grosso de jaras, cantuesos, tomillos y pequeñas encinas. En la terraza sobrevivía el balancín en el que tantas veces nos echábamos para ser columpiados, en el que intentábamos acercarnos a las chicas en las fiestecillas de la adolescencía tardía, en la que me mecía suavemente al anochecer, a los acordes de mis grupos preferidos. Y soñaba. No recuerdo muy bien el qué, o prefiero olvidarlo.

Aproximé el coche lo que pude. Busqué la llave bajo el tiesto de geranios. Medio pueblo debía conocer su ubicación, pero también sabían que no había mucho que robar. Accioné el picaporte y recibí una oleada de recuerdos que tuve que apartar con suaves manotazos para no perder el objetivo de la visita: seleccionar objetos, limpiar y acondicionar para su posterior puesta a la venta. El resto de la familia no tenía gran interés en ella, y yo no me opuse con el vigor suficiente, supongo.

Mi intención era aprovechar el día al máximo para posteriormente solicitar los servicios de los profesionales que el estado de la casa demandase, y volver a Madrid más pronto que tarde. Me dispuse a bajar todo los productos y herramientas, las cajas de cartón que pude encontrar en casa, y procedí a seleccionar todo lo que encontré por la casa.

Al principio, opté por el criterio de la utilidad racional. Colocaba en una caja todo lo que podría ser considerado inservible desde mi punto de vista, asumiendo que el resto de la familia asumiría mi criterio. Posteriormente me di cuenta de que las mujeres podrían tener un criterio diferente en cuanto a objetos de decoración, ropa, etc., por lo que flexibilicé mi postura, a riesgo de llenar las cajas hasta el infinito.

Eso me llevó bastante más tiempo, puesto que cada objeto había que analizarlo con más detenimiento. Y como cada objeto destilaba su propia historia, el proceso de observación-análisis-recuerdo-nostalgia se hacía cada vez más largo, lo que amenazaba seriamente mi agenda del día. Pero aún siendo consciente de ésto, no aceleré el ritmo. Seguí dedicándole mucho tiempo a la valoración de objetos que, siendo generoso, no eran de mucho valor. Pero por alguna razón no era capaz de asignarle menos atención.

Gracias a eso, pude encontrar un objeto que creía desaparecido, o disuelto o biodegradado, considerando los años transcurridos. Encontré lo que los modernos llamarían el roadbook de una Vuelta Ciclista muy especial, la que se disputaba entre jaras, cantuesos, encinas y matorrales de distintas taxonomías, montados encima de chapas y chapines decorados con los maillots más coloridos que puedan concebirse. Alguien pensaría en juegos infantiles o adolescentes. Nosotros le llamábamos «la vida» No había nada más, o no mucho más. En aquellas etapas nos jugábamos el honor del vencedor y las chanzas a vencidos. Siempre juntos, todos juntos. En todo momento.12523962_1222693024422074_2600715682161652146_n

Invertí la práctica totalidad del día en clasificar todas las fotografías, figuritas, cuadros y libros que pude encontrar en la casa. Los manteles de un fino hilo blanco y bordados a mano, las colchas de ganchillo, y las mantas de lana de las de antes, serían muy apreciadas por las amas de casa de la familia. Los vestidos y complementos, no tanto. A esas horas me planteé la posibilidad de volver al día siguiente, pero no me compensaba en exceso. Decidí pasar la noche en la casa, asumiendo las lógicas incomodidades .

Para cenar tenía algunas sobras, pero no había agua potable en la casa. Podía optar entre coger el coche e ir al pueblo a algún bar para comprarla, o rellenar un par de botellas de plástico en la fuente. No quedaba muy lejos, en realidad. Y conocía muy bien el camino. Pensé que el agua de la fuente, directa de la sierra, me sentaría bien. En marcha.

Para mi sorpresa, la fuente no estaba desierta. Era un poco raro, porque casi todas las casas del pueblo (excepto la de mi tía) disfrutaban de suministro público. El camino hacia la fuente estaba flanqueado de zarzamoras, que formaban una especie de horcas caudinas sobre él. Unos diez metros antes de la fuente, el pavimento se convertía en una especie de muestrario outlet de piedras berroqueñas; Cada una era de su padre y de su madre, aunque encajaban con precisión milimétrica. Al final del camino, esperaba un caño de hierro forjado empotrado en dos Colosos de Rodas, dos rocas graníticas de enorme diámetro, que aportaban una cierta solemnidad a una acción tan cotidiana como coger agua para beber.

Según avanzaba por el empedrado, la persona que se encontraba allí, dejó de mantenerse en el anonimato para revelarse en las facciones de Elena, una chica del pueblo, con la que no había tenido excesivo trato, pero que recordaba perfectamente. A pesar de los años, no tuve grandes dudas de quién era, lo que dice mucho en favor de su genética y probablemente de los aires serranos. Una línea de negocio: envasar aires serranos. Seguro que algún friqui los compraba.

La saludé con una mezcla de protocolo y afecto. Principalmente porque dudaba mucho de que pudiera reconocerme. La vida no me había tratado tan bien como a ella, y mi envejecimiento me parecía considerablemente más triste que el suyo. Ella devolvió el saludo casi al azar, como por inercia cotidiana. A los pocos segundos me miró muy recatada, y debió reconocerme porque me sonrió al instante. O me confundió con alguien mucho más guapo. No tardaría en saberlo.

«Vaya, vaya. Hacía mucho tiempo que no te veía. Los de Madrid sois así. Os tratamos de maravilla, pero cuando os hacéis mayores, si te he visto, no me acuerdo»

Iba a protestar, cuando me dí cuenta de que me tomaba el pelo. Sonreía su boca, brillaban ojos, y hasta su nariz se afilaba con la acción de los músculos de su cara. Me hizo recordar ese famoso eslogan, que destaca los escasos músculos que han de activarse en la sonrisa, y la gran cantidad que intervienen frunciendo el ceño. Aunque en esta ocasión, los músculos de la sonrisa habrían debido reclutar a los otros para tan buena causa. Siempre fue una chica guapa, pero hay una gran diferencia entre serlo y mostrarlo. Esa tarde era realmente bella.

Solo pude atinar a decir lo obvio, que hacía mucho que no iba por allí. Y a preguntar porqué iba a la fuente. Me contestó que el agua era mejor que la del grifo. Suficiente. ¿Y ahora qué? Pensé en realizar una faena de aliño, tres preguntas de cortesía, esperar que cogiera su agua y despedirme de manera muy formal. Lo lógico.

Ella parecía tener otros planes. Me preguntó por todos los aspectos de mi vida, en orden cronológico, partiendo de la última vez que me vio, en las Fiestas Patronales de algún año anterior a 1989. No estaba seguro de que quisiera la versión larga, por lo que amagué con la corta. No fue posible. Me pidió aclaraciones y detalles. Yo quería irme con mis botellas, dormir lo que pudiera y volver a Madrid al día siguiente. Pero no dejé de contestar a todo, e incluso me vine arriba. Hechos, fechas, e incluso opiniones.

Su versión, mucho más reducida. Ha vivido en el pueblo desde entonces, ha trabajado en diversas cosas, se ha casado, y actualmente tiene una posición muy estable. La vida hecha al pueblo, como es lógico. Pocas aventuras y pocas desventuras. Creo que lo dijo con un poco de pena. Se ofreció a llevarme a casa de la tía. Obviamente no tuve que decirle donde estaba. Allí se conocían todos. Me prestó una garrafa y así pude llevar agua también para lavarme. Pero eso implicaba que me acompañara en coche a la casa, dado el exceso de peso.

Creo que le agradó la pequeña molestia de acercarme a casa de mi tía.Y no solo por ser educada. Tampoco es que tuviera intenciones …especiales. Le apetecía hablar. De ella, de mí, de nuestros amigos, de nuestros tiempos. Por eso, cuando le invité a pasar, aceptó sin resistencia. Estaba sola en casa, su marido trabajaba esa noche. Como guardia de seguridad, creí entenderla.

Al entrar, el ama de casa que reside en muchas mujeres, hizo su aparición estelar, echándose las manos a la cabeza. «Esto es un desastre», dijo textualmente. No me avergoncé porque en efecto, lo era. Pero también compatible con la triste y repentina situación que me llevó allí. Era completamente comprensible. A duras penas evité que cogiera un trapo y empezara a revolucionar la casita. Como no tenía hielo ni refrescos, abrí una botella de whisky que compré para reponer mi pequeña bodega de Madrid. No lo rehusó, aunque no parecía que bebiera habitualmente. Lo hizo por cortesía o por prolongar la situación, lo desconozco, aunque en ese momento no le otorgué la más mínima importancia.

La velada discurrió por los cauces civilizados y protocolarios esperables. Muchas anécdotas, alguna confidencia y numerosos cotilleos del pueblo. Lo cierto es que me puso al día en un ratito. Ya casi estaba al corriente de las vidas y milagros de todos nuestros amigos. Consiguió que me apeteciese mucho volver a verlos, aunque obviamente las circunstancias nunca serían las mismas que en los años de adolescencia. Me prometí buscarlos en facebook para agregarlos, y al menos seguir pequeños detalles de sus vidas.

A una hora prudencial, pero nocturna, decidió irse a casa. Ahí creo que la asaltó la inquietud de lo que yo pudiera pensar al respecto de su presencia. Seguramente reflexionó sobre el hecho de que una mujer casada estuviese fuera de su casa a esas horas. Aunque no tenía hijos, no es que estuviese muy bien visto, y menos en un pueblo como aquel. Se precipitó hacia la puerta, la acompañé hasta el coche, no sin antes escuchar un reproche envuelto en zalamería:

«Antes eras muy feliz aquí. No te conozco tanto, pero en aquellos tiempos disfrutábamos de la vida, y tú lo hacías con una intensidad extraordinaria. Lo recuerdo a la perfección.Eras muy alegre…y muy guapo. A las chicas del pueblo nos caías muy bien.»

«Ya podías haberlo dicho antes» Le contesté, con una mezcla de alegría, ingenuidad y rabia. Básicamente porque a mí siempre me gustaron ella y aus amigas, pero nunca llegué a ser íntimo de ninguna, ni pude iniciarme con ellas en los amoríos juveniles. Jamás pensé que hubiese tenido acogida.

Agité la mano, como los niños pequeños, abriendo y cerrando la palma de la mano. Ella sonrió y se fue bastante rápido. Volví a entrar en la casa y me dispuse a pasar la noche. Encontré algunas sábanas que tenían buena pinta, y una manta zamorana de varios milímetros de espesor. Elegí un par de cojines como almohada. Me aseé con las limitaciones propias de la casa, y comencé a cerrar ventanas y persianas. No soy un tipo miedoso, pero era la rutina de la casa en aquellos años adolescentes y me pareció divertido respetarla.

No dormí mal del todo, pero sí que me despertaba con cierta frecuencia. Y en cada una de esas ocasiones, observé que desde una persiana de las que daba a la terraza, se veía un cierto resplandor de luz azulada. No demasiado intenso, pero sí muy nítido y limpio. Había apagado todas las luces, desde luego. Podía ser un reflejo del alumbrado público del pueblo. Intenté despreocuparme, lo miraría a la mañana próxima. Aunque tenía algo de conocido e incómodo a la vez. Como una especie de recordatorio, esa vela encencida virtual con la que nos ataca la conciencia a traición. Pero no me reconocía deudor conmigo mismo. No recordaba agravios recientes, ni infidelidades pendientes, ni tareas por realizar. Aún así, mi último pensamiento de la noche fue para las palabras de Elena. «Antes eras muy feliz aquí»

La mañana apareció de improviso, pugnando por atravesar las mínimas rendijas que ofertaban los cierres de las persianas, cortinas y visillos. Tanta insistencia consiguió su propósito. Abandoné la extraordinaria cama de hierro forjado, cabecero hasta el techo y colchón de lana. No acerté a encontrar aspectos ergonómicos en su estructura, pero había dormido como en pocas ocasiones. Por tanto, o estas camas son bastante mejores que los somieres de Ikea, o el entorno favorecía el descanso. Aposté por el entorno.

Tras una especie de ducha con agua de la fuente a temperatura ártica y algo parecido a jabón Lagarto, no tuve más remedio que espabilarme. En esas condiciones, o te activas o es que estás en parada cardiorrespiratoria. Con la mente fresca, recordé que en la casa no debería haber café. Y hasta ahí podíamos llegar. Pensé en coger el coche, conducir hasta el único sitio abierto a esas horas, el Hotel de la entrada del pueblo, y volver con toda celeridad. Pero no lo hice. De forma semiautónoma, inicié el camino de descenso a pie.

No pude evitar una sonrisa según iba reconociendo los lugares que atravesé hasta llegar al Hotel. El mejor zarzal, donde los chavales acabábamos con las manos completamente moradas y con rasguños en todo el cuerpo. La fuente de anoche. El pequeño prado donde jugábamos al fútbol de sol a sol. Las piedras que hacían de portería. La valla que ocultaba los primeros escarceos carnales. En cada esquina, en cada sendero, en cada recodo del camino reconocía vestigios de mi adolescencia.

Avanzando hacia mi destino, ese café humeante, cálido y recio que a buen seguro me esperaba en el Hotel, me sorprendí a mí mismo esbozando una sonrisa sin motivo aparente. Bien podría ser socarrona, condescendiente, remarcando la distancia que me separaba de todas aquellas vivencias, cuasi infantiles, intrascendentes a ojos del adulto en el que me había convertido. Pero, ¿y si era sincera, emotiva, nostálgica, incluso triste? Quizás añoraba esas epocas, o detectaba que en mis sueños juveniles nunca pensé en convertirme en lo que soy ahora. Porque es muy improbable que mi «yo» adolescente aceptase como objetivo principal llegar a ser el tipo que soy ahora. Y ese pensamiento, simple pero trágico, abría paso a cientos de interrogantes, cada una más hiriente que la anterior.

Por ejemplo: Si no quise convertirme en lo que soy, ¿Porqué lo soy ahora? ¿No pude evitarlo porque no hallé las fuerzas necesarias, porque no tuve suficiente determinación, porque no fui lo suficientemente hábil? Y la peor de todas: ¿Voy a seguir siendo así siempre?

De buena gana hubiese vuelto a la casa, subido al coche y desaparecido de esa especie de Casa Del Horror en el que se había convertido el escenario de mis mejores años. Si no lo hice fue porque sin el café mañanero no tengo fuerzas ni para enojarme. Es decir, que de haber habido una cafetera y un paquete de Saimaza, mi vida hubiese sido una imagen especular de la actual, luego termino de contároslo. Pero quedaos con el dato. Una existencia arruinada o corregida por el menaje de cocina. ¿Cabe mayor volatilidad? La vida es una especie de cadena, eso es evidente. Puede ahogarte, encerrarte, maniatarte, auparte, liberarte, hundirte. Y siempre con los mismos eslabones.

El resto del trayecto lo hice por inercia. Saludando a bulto, colocando la cortesía y las buenas maneras como barrera al acercamiento de los vecinos. No hay nada que pueda alejar más a la gente que un «Buenos Días» pronunciado en tono neutro, sin matices calidos, como una buena fotografía, sin aromas a fruta, como los buenos caldos. Extraordinaria herramienta, el protocolo. Evita el sentimiento, mantiene la distancia. De chiquillo hubiera dicho, ¿Qué tal, Señora Antonia? ¿Cómo se presenta el día? Y sin esperar respuesta, deslizarme en la BH a todo lo que daban mis piernas, destino felicidad.

«Poco a poco se ha ido convirtiendo en mi obsesión ese cruel enemigo que es el tiempo», cantaba Asfalto allá por los años 80. Lo curioso es que hasta mi llegada al pueblo nunca me había dado por pensar en mi propia vida. Supongo que la vivía, que es lo que se hace en el tiempo que transcurre desde el amor platónico de adolescencia y el amor sereno y sosegado de la madurez. ¿O es que hay alguna otra cosa? Eso quisiera pensar. Por mi bien.

El cafelito mañanero aclaró bastantes de mis disquisiciones metafisicas. Objetivo, arreglar la casa y salir corriendo. La estancia en el pueblo me estaba perturbando en exceso una existencia que hasta la fecha no presentaba grandes seísmos; Si acaso, algún temblor aislado. Y no me iba tan mal. Aunque es bien cierto que no tenía información al respecto de otras posibilidades. La ausencia de noticias es buena noticia, dicen.

El resto de la mañana transcurrió plácidamente, entre martillazo aquí y escobazo allá. Brocha gorda de compromiso. Música de los 80 a toda pastilla. Alguna cerveza refrescada a la antigua usanza, en el lecho de un aprendiz de riachuelo. Las cosas iban bien. Los pensamientos pugnaban por asomar y les contenía a golpe de taladro. La velocidad de la broca debía ahuyentarlos, bromeé conmigo mismo. Hice un pequeño descanso hacia las doce, siempre con la idea de terminar cuanto antes y volver a mi rutina. Elegí el balancín, en mala hora.

«Pensaba que ibas a trabajar de lo lindo y te irías a la hora de comer. Por lo que veo, aún te queda. Vas a ritmo de El Escorial»

Elena había entrado a traición. Campo a través, saltando la valla y colocándose a la altura del balancín. Para mayor recochineo, comenzó a empujarme, con la misma violencia que utilizábamos para asustar a los hermanos pequeños. El balancín pudo salir volando, pudo desencuadernarse, pudo romperse en siete piezas. Pero volvió con la misma violencia, pilló a Elena despistada, la dobló por la cintura y la arrojó al interior de los asientos, justo a milímetros de mi posición. Un salto mortal cuasi-olímpico.

Como ella se reía a mandíbula batiente, deduje que el golpe no había arrojado consecuencias fatales. Aunque con evidente morbo pensé que le costaría explicar a su marido el presumible cardenal que presentaría en ambas caderas, o en el bajo vientre o donde hubiese golpeado el balancín. Mira por donde, ese pensamiento consiguió hacerme reír también, enlazando con su carcajada previa. Desde luego, no nos reíamos de lo mismo, pero lo hacíamos juntos. La sensación no me disgustó. En absoluto.

Cuando se repuso del golpe y del dueto de risas, fue a echar un vistazo a mi trabajo. Aprobó la parte de limpieza y toleró , sin más, la de pintura. Le alargué una cerveza (LA cerveza, para ser exactos), que no rehusó. No llevaba nada en la mano. Ni cestas ni mochila. ¿De donde venía y hacia donde iba? No lo dijo. Tampoco mostró disposición para irse. ¿Entonces?

La posibilidad de que una mujer como Elena se hallase en la casa sin un plan definido era poco menos que ridícula. Seguramente era la más lista de la pandilla. Sin duda la más ladina. Probablemente la más sensata. A buen seguro no había ido a la casa para saludar, no era tan formal. Ni para ayudarme en la limpieza, en absoluto. Y desde luego, no se había perdido, sonreí.

No se si se dio cuenta de lo que estaba pensando, siempre he respetado la capacidad extrasensorial de las mujeres. La tienen, es un hecho científico. O lo será cuando se estudie en serio. Lo cierto es que me miró con mucha atención, como intentando adivinar lo que pasaba por mis neuronas. Busqué a mi alrededor el taladro, con el objetivo de bloquear sus ondas de percepción extrasensorial a base de decibelios. ¿Donde está la Black Decker cuando uno la necesita?

Desde ese momento, permanecí a la defensiva. El escenario no estaba previsto, y mi capacidad de adaptación a las situaciones sorpresivas es más bien inexistente. Opté por el viejo truco de esperar y ver. Y en efecto, esperé y ví. Esperé que dejara de besarme y ví que no dejaba de hacerlo. ¿A quién no le ha pasado? Vas a arreglar la casa de tu tía, te encuentras con una antigua amiga y te come los morros, perdón, decide besarte hasta el anochecer. Lo que viene siendo un clásico, vamos.

En estas circunstancias solo hay una regla fija: sobrevivir. Y para ello, se utilizan las armas disponibles, en orden de menor a mayor poderío de destrucción. En mi caso, fue muy fácil. No tenía armas, no tenía ejército, aliados, y ni siquiera comida. O sea, una rendición de libro. Se solicita el armisticio, y que sea lo que Dios quiera. En este caso, el enemigo no quería prisioneros, por lo que las capitulaciones resultaron absolutas y definitivas.

La parte buena es que la batalla duró unas cuantas horas. De esa manera, pude retrasar un poco lo inevitable. Me refiero que en algún momento me enteraría de qué estábamos haciendo allí, o que hacía yo allí con ella, que para el caso es lo mismo. Dado que cualquier posible explicación no iba a ser fácilmente asimilada por mi mente cartesiana, preferí retrasar el momento todo lo posible. Y eso ocurrió hacia el anochecer.

Una vez que la cama de hierro forjado dejase patente la calidad de su fabricación y la resistencia de sus materiales, me dispuse a atacar el problema como un hombre. Mirándola a los ojos directamente, sin ambajes, sin requiebros, sin meandros. Y en ese momento, rogar al cielo que me explicase algo, porque yo nada entendía. Me incorporé de la cama. Me senté en el borde. Me giré hacia Elena y puse la expresión más varonil de la que fui capaz. No debió impresionarla mucho, porque dormía a pierna suelta, con algún ronquido incluido. Por lo menos era de carne y hueso.

La arropé y me dirigí a la terraza. Estuve a punto de volver a sentarme en el balancín, pero recordando el episodio previo, opté por un poyete de auténtica piedra granítica, que obviamente comenzó a congelarme el trasero según fue cayendo la noche.

(continuará)

 

 

 

16 Comments

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  1. No es la primera vez que usas la expresión «mi mente cartesiana», es muy buena y a mi particularmente me causa mucha gracia.

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  2. Me ha gustado mucho porque me ha recordado otros tiempos, cuando iba a la fuente de mi pueblo a buscar agua, he añorado las mantas de lana, en mi caso, de lana palentina… las moras en el camino de la fuente, donde cada día iba buscando las que se iban poniendo negras, las primeras miradas despertando a las mariposas en el estómago, mis primeros pinitos con una bicicleta de hombre de las de antes, con la que era incomodísimo ir…

    En cuanto a la historia, quizá no es más que el reflejo de la insatisfacción que, más frecuentemente de lo que queremos admitir, sentimos con nuestra vida, como le pasa al protagonista y probablemente a ella también. A veces necesitamos resucitar alguna emoción para darnos cuenta que seguimos vivos.

    Espero la continuación… Un abrazo.

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    • Vaya, tú en Palencia y yo en la Sierra de Madrid no hemos poasado veranos tan distintos, por lo que veo.
      Muchas veces escucho en conversaciones, tertulias o revistas de autoayuda la importancia de la meditación, de la reflexión y de la instropección.
      A mí me aterra.
      Son tantos sueños, tantas esperanzas que han sido debidamente modeladas por los años, que me asusta compara la realidad a través de un flash-back juvenil.
      Prefiero escribir al respecto, con una cierta lejanía, so pena de no poder levantarme mañana.
      Y eso que no me ha ido mal del todo, jajaja

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      • Llevo unos años que pienso mucho en aquellos primeros años, quizá buscando respuestas a una vida bastante complicada. Pero, como la memoria en ocasiones parece selectiva, reconozco que recuerdo más los buenos momentos que los malos.
        Cuando, a los diecisiete años, me fui de casa con la ropa que llevaba puesta y nada más… cerré una puerta a esa etapa de mi vida que no volví a abrir del todo hasta hace pocos años.
        Hoy miro hacia atrás con la serenidad que dan los años.
        Sigue escribiendo historias, me encantan.

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      • La serenidad y la generosidad. Los años te hacen más olvidadizo y más tolerante, supongo.
        Me alegro de que pienses así. Más que historias, yo las empiezo a ver como un collage. Cojo los fragmentos y los pego con pegamento Imedio. a veces casan, a veces no. Pero le pongo cariño.

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      • Me gusta eso del pegamento Imedio… tengo publicados algunos de mis recuerdos de infancia de hace un tiempo, voy a republicar ahora mismo uno de ellos.. seguro que te gusta.
        Y ahora a dormir, hay que madrugar…
        Un abrazo.

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  3. Qué hermosa historia; pude estar ahí y me recuerda también cuando vuelvo a los tiempos de la adolescencia en casa de abuelos o en mi ciudad natal. Y las preguntan surgen solas, a veces, sin respuesta aún. Espero la continuación, me gusta cómo describes todo (los personajes se conocen con tus adjetivos precisos).
    Abrazos! 🙂

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    • Muchas gracias por tus comentarios y por seguirme.
      Enfrentarse a la versión «en proyecto» de uno mismo, lo que soy vs lo que quise, a veces es un ejercicio de crueldad extrema. Y no hay manera más dura de ambientar el dilema que en el escenario de tu adolescencia.
      El protagonista lo que hace es eludir la lucha, a través de un posicionamiento cómodo y seguro.
      La historia nos dirá si es posible mantenerse en la orilla a salvo o hay que coger el bote sin remos y adentrarse en el río

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  4. Muy interesante, paso de inmediato a la segunda parte jejeje
    Por cierto me ha recordado muchas vivencias cercanas de esos veranos serranos, en mi caso en El Escorial, el de abajo como decían los lugareños. Pero no quiero ponerme nostálgico. Ha llovido mucho pero hay recuerdos imborrables, entre ellos uno que quiero comentarte, las tormentas de verano, de esas que ya casi no hay, vaya truenos…
    Un abrazo

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