De todos los cafes del mundo (Relato Corto)

Podría decir que en un momento dado, decidí tomar las riendas de mi vida y orientarla hacia el posicionamiento espacio-temporal que libremente había elegido. Queda bien, muy profundo, muy literario, muy falso.

En realidad, la coincidencia de un considerable número de circunstancias adversas, fué la que me obligó a mutar todo mi entorno personal, profesional y geográfico y casi metafísico. Problemas empresariales, económicos y sentimentales acogieron en sus mínimos resquicios a otras pequeñas adversidades menores: transición de seres queridos, traiciones de allegados, enfermedades largas y molestas, y hasta pérdida de mascotas, consiguieron posicionar mi vida en un punto de no retorno, en el que la única posibilidad que vislumbraba con cierta claridad,  era la de una profunda metamorfosis, desde la raíz a las puntas, como dice el anuncio.

El proceso no fue tan terrible como me había imaginado. Mi parte analítica, bastante retraída en los últimos meses, se abrió paso a codazos para colocarse en primera línea de vanguardia y ofrecerme sus armas y municiones, de forma incondicional, como los jinetes polacos de Napoleón en el paso de Somosierra. Victoriosos pero muertos. De hecho, no volví a recobrar mi lado presocrático. Debió agotarse en el proceso, aunque falleció en un brillante acto de servicio.

Del análisis lógico, se dedujo que el primer paso era encontrar una posibilidad para ganarme la vida dignamente. Ya sé que es bastante obvio, pero en aquella época no era capaz ni de eso. Para ello, coloqué en una lista viñeteada la escasa relación de capacidades que me acompañan, ordenadas de mayor a menor capacidad de generar ingresos monetarios. Luego hice otra, mucho más realista, en la que las ordenaba por posibilidad real de encontrar trabajo. Del análisis de ambas listas escogía las parejas de cualidades con mejor posicionamiento global, e inicié la búsqueda por internet y prensa local, primero con ámbito geográfico regional, después nacional, y después lo que viniese.

Tras un proceso no tan prolongado como preveía, pude obtener una entrevista como monitor de ajedrez en un municipio del litoral mediterráneo español, en el que además podría realizar alguna sustitución como profesor de ciencias. Supuse que podría llegar a realizar un trabajo aceptable, confiando en poder recuperar en algún momento las neuronas que actualmente debieran ester anestesiadas o hibernando, y decidí aceptar, más por la posibilidad de encontrar un punto de partida que por otra cosa.

Me puse en marcha, sin mayor investigación ni informe, no fuera a encontrar algún dato negativo que me alejase de ese salvavidas. Aterricé en la localidad alrededor del 20 de agosto, sin que el pueblo me aportase emoción alguna; Ni era un sitio especialmente agradable o pintoresco, ni absolutamente horrendo. Pequeño, con poca vida social, escasos recursos y menos distracciones. Un sitio tan bueno o malo como cualquier otro. Tenía mar pero no playas, por lo que la industria turística brillaba por su ausencia.

Localicé el Hostal, dejé mis cosas y empecé a navegar por las callejuelas, sin guía , rumbo, timón ni brújula. Más o menos lo que venían siendo mis últimos meses. No encontré alicientes, asideros ni boyas. Debía ganarme lo que fuera que pudiera llegar a conseguir, mejor , peor o mediopensionista. Para eso había ido.

Las primeras semanas, de adaptación, no aportaron mucho más. El trabajo, como esperaba, la gente lo mismo, y salvo la emoción inicial de buscar casa, no hallé ese sendero oculto que me condujera a la felicidad, no esperaba tanto, sino a una cierta placidez existencial, al menos. Claro que en mis reflexiones auténticas, ya me reconocía a mí mismo que el sosiego vital no es una aspiración de mínimos, sino de máximos. Probablemente ese era el problema, el listón debía estar aún más bajo. La superviviencia parecía un objetivo más razonable.

Y en ello estaba. Alguna de las dudas se fueron despejando. Incluso hice algunas amistades. Me contrataron como camarero/recepcionista en un pequeño café-pensión, próximo a la cala menos pedregosa, donde conocí a los huéspedes más habituales del verano, entre los que había gente sino interesante, no diría yo tanto, al menos afable.

Propuse al dueño comprar unos cuantos libros de segunda mano por internet y colocar una pequeña biblioteca en el salón que hacía las veces de cuarto de estar de huéspedes, justo antes de la terraza. La idea tuvo cierta acogida, aunque en realidad lo hice para aburrirme un poquito menos y leer las obras completas de Raymond Chandler. Es perfecto cuando tienes dudas vitales. Te ofrece un punto de vista aún más sombrío, y empeora tanto tu opinión sobre la naturaleza humana, que incluso llegas a apreciar lo que tienes,

En cuanto estuve un poco asentado, me dio por pensar que la cosa no iba tan mal. Ese fue mi error. Bajé los brazos, y los coloqué en posición de espera, en equívoca receptividad. Y lo percibieron. Especialmente ella.

Debí advertirlo en cuanto llegó. Su forma de andar ya era sospechosa. Avanzaba por la habitación con sigilo decibélico y estruendo volumétrico. Podía detectar su presencia sin verla y sin oírla. Ahora que lo pienso, la precedía un aura multisensorial. Ya se que suena increíble, pero el rozamiento de su vestido ibicenco, del que tenía diez modelos por lo menos, el chasqueo electrostático de sus cabellos, el aroma inconfundible de su perfume (Pure Poision, de Dior, según supe ya demasiado tarde), y los sonidos previos a una risa nada discreta, debió ponerme a cubierto en el acto.

En cambio, me pilló desprevenido y la traté con cortesía y dulzura, como a una adolescente que empieza a adentrarse en el confuso mundo del interior femenino. Ningún hombre sabe exactamente qué es eso, pero sí que entendemos que debe ser algo muy complejo, como la gestión de superpoderes, supongo. Lo único que podemos hacer es tratarlas bien, lo cual no te garantiza nada, pero lo contrario te asegura una existencia aún más desgraciada.

En este caso, no se si mis buenos modales fueron adecuadamente interpretadas por la belleza que hizo su aparición. Lo digo porque me dedicó una sonrisa claramente exagerada, de aquellas en las que detectas cierto grado de condescendencia, como si no fueras en absoluto merecedor de la misma.

No me hizo mucha mella en ese momento, encajé con deportividad y pasé al plano profesional. Quería una habitación para dos semanas. Tenía reservado un curso de buceo avanzado con un pequeño club a pocos kilómetros de allí. No era infrecuente, aunque normalmente venían parejas y grupos de amigos. Le informé de precios y condiciones, le pareció bien, y me pidió ver la habitación. Ahí empecé a preocuparme. Desde luego no estábamos en un resort. Procuré ser aséptico y ahí me llevé el primer revolcón. Me dijo textualmente: «No está haciendo vd. mucho para que me quede. ¿No le caigo bien?» Una, dos,…trece palabras. No necesitó mucho más. Guardia arriba de nuevo.

Salí del paso como pude y ella no hurgó en la herida. Finalmente aceptó las condiciones y le dí la llave. Me preguntó si había recepcionista de noche y le dije aunque no existía como tal, podía llamar al número de móvil que figuraba en la llave, y que yo mismo la atendería enseguida. «¿24 horas?» Me derrumbé. No por lo que dijo, sino por la mezcla de coqueteo, posicionamiento y posesión que acompañaban la pregunta. No respondí. No pude. ¿Qué podría haber dicho que no me llevase al desastre?

Los días siguientes fueron a cual peor. La primera semana aguanté como un verdadero imbécil. El problema real no es que fuese una auténtica belleza, eso era casi lo de menos. ¿Importaba algo que tuviese unos ojos pardos del mismo color de las nubes de tormenta? ¿El cabello castaño coqueteado con hilos anaranjados que relucían al sol como vetas de oro? ¿La piel de un bronceado uniforme sin química aparente? ¿ Las perlas que adornaban sus mandíbulas? ¿El torso de una atleta? ¿Las piernas perfectas? ¿ A quién podría importarle todo eso? Lo verdaderamente terrible de su presencia era la capacidad de eclipsar el resto de los hechos del mundo: las comidas, las conversaciones, los intereses, los deseos, los cariños , las fobias y los odios. En su presencia, solo cabía ella en unos cientos de metros a la redonda. Sus intereses, sus conversaciones, y sobre todo, sus deseos.

El problema fué que me deseó a mí. No me pregunten porqué. No demostré debilidad en ningún momento. Mantuve el tipo en todas las insinuaciones, comentarios con doble sentido, críticas para zaherirme, elogios inmerecidos y contactos innecesarios. No hablé de mí mismo salvo lo verdaderamente indispensable: justificar una ausencia o retraso, explicar un libro en mis manos, una foto discretamente expuesta o una pequeña pieza de bisutería, bien oculta a otros ojos menos hábiles.

Su estancia avanzaba y marcó una fecha, la que le convino. Y sacó toda su artillería. Al principio la convencional, por orden de potencia. Al principio, arma corta, la sonrisa insinuante. Luego, escopetas de caza, caricias aparentemente inocentes. Después, el rifle de francotirador, con preguntas personales aparentemente casuales. Los tanques hicieron su aparición, con una clara, directa e inequívoca invitación a cenar.

Pude rechazar a los panzer, con una excusa pobre impropia de mi intelecto. Pero es que estaba acorralado. Física e intelectualmente. Me invitó a cenar tapando la única salida de la barra del salón, avanzando paso a paso hacia mí. Y cuantas más excusas ponía, más avanzaba. Y en el último bastión de mi defensa, utilizó las armas nucleares. Me cogió por la nuca con una mezcla de dulzor y contundencia tales, que me fué imposible evitar la aproximación a sus labios. Tampoco me hubiera dejado.

Si hay una alarma nuclear, lo único que puedes hacer es buscar refugio. Como yo no tenía ninguno, tuve que permanecer expuesto sin posibilidad de defensa. Es lo que tiene la guerra. Cuando sacas las nucleares, todo queda devastado: tus conviciones, tus posiciones, tus planes, tus posesiones, tu fuerza.

Así que hice lo único que podía hacer: Entreabrir mis labios, acoplarlos a los de ella, sentir su calor, trasladarme a su mundo, rozar su lengua, sufrir la descarga, cogerla por las mejillas, sentirla, sufrirla y amarla. Me había rendido con muy poca lucha, y estaba intentando salvar los muebles, firmando el más inmisericorde armisticio de la historia.

En los próximos días, una vez firmadas las capitulaciones, pude disfrutar del más intenso poder de una persona sobre otra. El de ella sobre mí, desde luego. Mañana, mediodía y sobre todo, noche, fuí acoplando mi vida a su nueva misión: Hacerla feliz, de la única manera posible, respetar en todo momento su santa voluntad y disfrutar del proceso.

Ante la inminencia de su partida, hablamos del futuro, de posibilidades, de esperanzas, de utopías, de buenas intenciones, de planes geniales. Nos engañamos, obviamente, y fué muy bonito hacerlo, porque los dos estábamos implicados. Sabíamos la terrible falsedad que perpretábamos contra nosotros mismos, y nos regocijábamos en ella.

El día de su partida no fue muy diferente. Nos citamos para dentro de unos pocos días, cuando ella pudiese arreglar sus asuntos, sin concretar, sin fechas, sin posibilidades reales, y sin reproche alguno. Una cita abierta en el horizonte. ¿Cómo colocarla en un calendario? Solo pude escribir su nombre en cada casilla, ocupando todas las horas de cada uno de los días, y esperar inútilmente su regreso.

Mi vida no ha variado demasiado, salvo por el hecho de que no tenía ninguna y ahora la que tenía se ha diluido. No estoy peor que cuando llegué. Tampoco era posible.

8 Comments

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  1. No existen mejores conversaciones que aquellas en las que dominan la buenas intenciones. Las aventuras a corto plazo que marcan camino de horizontes lejanos son las que nos diferencian a los soñadores de los trasnochados. Una café con uno mismo puede llegar a ser la mejor conversación de nuestra vida.
    Enhorabuena una vez más por tu texto!

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  2. Muchas gracias por tu comentario. Me alegro de que te guste

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  3. Muy bueno Antonio, genial por momentos. Me ha encantado.

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  4. Me ha gustado mucho, me han gustado especialmente los pequeños detalles. Dan colorido y dimensionalidad (si es que eso existe, espero que entiendas lo que quiero decir) al relato.

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    • Muchas gracias, Maloles. Probablemente es una incoherencia con la «línea editorial», pero fue delicioso escribirlo. No he querido retocar ni las redundancias, ni las puntuaciones, que motivos había para hacerlo, porque quiero verlo escrito como lo pensé. Supongo que tengo algo de ese escritor «vedette» que describías en tu magnífico post.

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  5. Muy interesante, con un tono poético y descriptivo que a mí me gusta mucho. En cuando al protagonista, ¡pobrecito!, aunque también podría haber ocurrido al contrario…

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