El Aguafiestas

Nadie recuerda muy bien en qué momento se le asignó tal responsabilidad, pero a fe que la ejercía. Una especie de concejal de festejos, pero con mando en plaza. Cumpleaños, Navidades o Aniversarios eran controlados y dirigidos manu militari por nuestro amigo Santi.

Y lo hacía francamente bien. Encontraba los mejores bares para iniciar la noche, con cervezas bien tiradas, aperitivos suculentos, espacio suficiente al final de la barra, y clientela educada y vistosa. En restaurantes era una autoridad. Podía permitirse el lujo de dar a escoger el tipo de comida a degustar. Que surgía italiano, pizzas artesanales con ingredientes importados del mismo Nápoles en la mañana, lambrusco traicionero pero delicioso, y un tiramisú que debiera ser delito. Que se reclamaba pescado. Tabernita típica, maitre sevillano y cocinero del mismo San Fernando. Adobos increíbles, los camarones como si acabaran de salir del Atlántico, la gamba rayada de Sanlucar, desembarcada del AVE.

En fin, un artista de la geolocalización restauradora y a precio absolutamente razonable. Y sin reserva de por medio. Un simple whatsapp a algún influencer, y todo preparado en pocas horas. Un fenómeno.

El problema surgía a la hora de las copas. Sus reglas, inamovibles. Dos temas. Se le conceden dos temas al local, y si no pasa el corte (el de Santi), a buscar otro garito. Si el DJ se arrancaba con reggeaton y merengue, no hacía falta consignas. Se enfilaba la puerta en fila de a uno, se escuchaban los improperios de Santi hacia el local, el dueño, el DJ y la sociedad moderna que consiente semejante atropello musical.

Por tanto, cualquier convocatoria de esa inofensiva secta que formábamos, aportaba como elementos comunes el seguro éxito gastronómico y la probable sorpresa del fin de fiesta. No todas las reuniones de amigos ofrecen tanto, por lo que en el fondo no nos parecía tan mal después de todo. Afrontábamos las rigideces musicales de Santi con cierta deportividad, en primer lugar porque veníamos bien cenados y bebidos, y no menos importante, por el extraordinario jolgorio que se formaba cuando al garito de turno entrábamos quince o veinte personas con extraordinarios modales, y justo dos temas después, abandonábamos el local por la misma puerta, tan dignos como entrábamos, entre la sorpresa de asistentes, camareros y dueños del noble establecimiento, que probablemente se preguntarían en qué habían fallado. Simplemente habían fallado en Santi.

La fecha prevista para la siguiente convocatoria era el día diecinueve de enero, festividad de San Canuto. La elección no era casual. San Canuto, (Knud, en danés, patria chica del Santo) es uno de los más tradicionales motivos de jolgorio universitario en nuestra ciudad. Al finalizar las Navidades y reanudar las clases, el alumnado acogía con extrordinario bullicio la existencia de una nueva fecha festiva, y cuál mejor que la onomástica de un Santo cuyo nombre coincide con el que se utiliza entre la juventud para denominar al cigarrillo de hachís o marihuana. Obviamente, los estudiantes, ya fueran usuarios del Santo o no, quedaban a celebrarlo con su música, sus provisiones, sus cantimploras…Ya me entendéis. Una especie de fiesta de pueblo, pero en plena Ciudad Universitaria. Nosotros, celebrábamos San Canuto de forma más acorde a nuestra edad, con cena pantagruélica y fin de fiesta entre selectos espirituosos.

Pocos días antes de San Canuto, había tenido la oportunidad de salir con un grupo reducido de compañeros de trabajo. El azar quiso que diésemos con un bar de copas bastante civilizado, con sillones, reservados, buen ambiente y música muy de nuestro tiempo. Pasamos un buen rato allí, hasta que el natural devenir de las relaciones humanas provocó un apareamiento aleatorio entre los compañeros que resistíamos en el garito, que me dejó en situación impar. Cosas que ocurren. Me disponía a pagar y coger un taxi, cuando la camarera me ofreció un chupito por cuenta de la casa. Seguramente era una invitación colectiva, pero las consecuencias del apareamiento dificultaban seriamente el aprovechamiento de la oferta. Por no hacerle el feo, di buena cuenta de dos o cinco de los chupitos, lo que me facilitó la charla con la camarera.

No era exactamente una top model, pero su presencia tras la barra llenaba el local de optimismo y ternura a partes iguales. Su sonrisa era extrema. La totalidad de los músculos faciales trabajaban de forma sincrónica para ofrecer el autorretrato de la dulzura. La Gioconda de Leonardo, la Madonna de Rafael, la Sabrina de Wilderm y la princesa de Blancanieves se encontraban sintetizadas en una criatura que manejaba la coctelera como si hubiera nacido para ello.

Lo mío con las camareras de los bares es una historia de guión calcado y resultados exactamente igual de desastrosos, pero ese pequeño detalle no es suficiente para impedirme volver a tropezar con la misma piedra una y otra vez. Como decía Dostoievsky en «El Jugador», «Por ridícula que parezca mi gran confianza en los beneficios de la ruleta, más ridícula aún es la opinión corriente de que es absurdo y estúpido esperar nada del juego…» Es decir, que en la ruleta de las relaciones hombre-mujer no debemos esperar nada bueno, pero no por ello debemos dejar de jugar. Seguramente no querríua decir eso, pero a mí me vale como coartada para darme de leches una y otra vez.

En esta ocasión, seguramente por la exquisita educación de mi futura esposa, quiero decir de la camarera, no me dejó suficientemente clara su negativa a salir conmigo, por lo que me vi obligado a volver en su busca a la mayor brevedad posible, para que las calabazas fueran incuestionables. Solo necesitaba una coartada creíble para volver por allí, y San Canuto estaba ahí, para proporcionármela.

Hice creer a mis amigos que tenía serias dificultades para acudir a la cena, salvo que ésta se celebrase en una zona próxima al local donde conocí a la camarera. Yo sabía que Santi no tendría grandes problemas para encontrar un santuario culinario a tiro de piedra de allí. Y mi plan continuaba saliendo el primero del restaurante e iniciar mis pasos hacia el garito, como por casualidad. Una vez allí, proporcionaría al DJ una memoria flash USB con el número suficiente de temas adecuados para poder pasar el corte. Conociendo los gustos musicales de Santi, programé «China Girl» de Bowie como tema inicial. Después «Hot Stuff» de Donna Summer y «September» de Earth, Wind and Fire. Triunfaría seguro. Luego se agolpaban centenares de grandes éxitos del Pop Rock de los 80, pero a esas alturas, la camarera me habría dado calabazas y ya estaría borracho, con toda probabilidad.

Y mi estrategia funcionó casi a la perfección. Los cincuenta euros que se trasvasaron de mi bolsillo a la cabina del DJ junto con la memoria Flash, consiguieron complacer a Santi, y conseguí pasar el Rubicón. De hecho, se pidieron copas, lo que es una especie de bandera a cuadros para nuestra costumbre. Pedí mi copa, paladeé mi JB con coca cola, y el plan se vino abajo de forma estrepitosa. Las bebidas no tenóan alcohol etílico, sino metílico. O sea que nos estaban dando un garrafón infumable, lo que Santi percibiría en cero segundos y dos décimas. Catastrófico.

Solo había una salida. Dura, dolorosa, terrible, pero absolutamente necesaria para una situación límite como aquella.

«Camarera, un par de botellas de Dom Perignon» Pronuncié aquellas palabras con una fingida emoción, que ocultaba el extraordinario dolor de bolsillo que me iba a acarrear aquella maniobra extrema. La propuesta fue recibida con extraordinaria algarabía, tanto por mis compañeros como por el dueño del local, que fue a asegurarme que el champagne había sido conservado con el ritual exacto que los monjes benedictinos emplearon para la primera cosecha, allá por 1921. Le cogí en un aparte y le insinué las extraordinarias complicaciones jurídicas que podía sufrir si no retiraba en el acto las copas de mis amigos y las reemplazaba por otras iguales, pero con un contenido ligeramente más saludable. Tardó bien poquito.

La noche acabó de la mejor manera posible. Todo el mundo muy contento por el éxito de la celebración de San Canuto. Yo, igualmente contento por todo lo que había bebido, y la camarera también parecía estarlo, bien separada de mí por la barra del bar.

 

5 Comments

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  1. Ese Santi me recuerda a cierto doctor con la intolerancia a la musica…jeje

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  2. David Blasco Sandino 1 noviembre, 2016 — 9:21 pm

    Creo que en todo grupo de cierta edad es obligatorio un criterio musical definido. Definido por alguien con criterio, para el que Pitbull siga siendo un perro, por ejemplo.

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  3. Son muy buenas tus historias de copas. Siempre me hacen reír. Me identifiqué con el famoso Santi!

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    • Muchas gracias.
      Santi es el amigo que todo grupo debiera tener. Capacidad de Liderazgo, Planificación estratégica, conocimientos logísticos, control de avituallamiento, defensor de la Salud Pública (al menos en lo que se refiere a la calidad de las bebidas espirituosas), y rígidas convicciones morales-musicales.
      Con cuatro más como él, tendríamos un entorno recreativo en el que podríamos encontrar rock and roll del bueno en la mayoría de los garitos, y en el que el reggeaton y demás ritmos subversivos quedarían proscritos a la intimidad del domicilio. 🙂

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