Sombras En El Alma

Seguramente la quería, aunque se supone que ese sentimiento abarca una ingente cantidad de momentos extraordinariamente dichosos en común armonía. No era tal el caso. La probabilidad de que existiera una coincidencia espacio-temporal entre ambos y que no surgiese a los pocos minutos una disputa dialéctica de nivel batalla, era sumamente baja.

Dudo mucho que ambos planificáramos ese tipo de situaciones . Desde luego, no era mi caso. Simplemente, la conversación avanzaba a través de un intercambio de opiniones, y acababa como el rosario de la aurora. Y tras finalizar la guerra termonuclear mundial, me invadía una sensación de extraña incomodidad que afectaba a la totalidad de mis actuaciones en el resto del día. Una especie de banco de sombras borrascosas que anegaban mi alma. Independientemente de que tuviese más razón o estuviese más equivocado, lo que rara vez era capaz de determinar, probablemente porque sus fogosos argumentos conseguían infundirme dudas, allá donde nunca las tuve.

Alguna vez pensé en disculparme, y desplegué toda una serie de convencionalismos sociales encaminados al perdón y a la reconciliación. Su respuesta fue aún más furibunda. Flores devueltas, teléfono colgado y cartas ignoradas. Se lo recriminé en uno de esos escasos periodos de entreguerras, y me lo explicó con cierto desdén. «Te devuelvo las putas flores y la mierda de cartas que mandas porque eres un hipócrita exponencial. Discúlpate si crees honestamente que estás equivocado. Y si no, sé un hombre de verdad y asume las consecuencias de las discusiones. En otro caso serás uno más de esos pusilánimes veletas que ceden sus convicciones por contentar a una mujer»

Claro, no tuvo que decírmelo dos veces. La trampa la había divisado en el horizonte, por supuesto. Apelaba a mi hombría masculina, sentimiento antediluviano donde los haya, para incrementar mis deseos de pelea. Una provocación indigna de una dama, y dignísima de una hembra de raza, sin duda pariente lejana de Agustina de Aragón, que disfrutaba encontrando un contrincante coriáceo, inasequible al desaliento dialéctico, capaz de discutir hasta el «Buenos Días», como el que esto suscribe.

Y así, jornada tras jornada, encuentro sobre encuentro, seguíamos el hegeliano esquema tesis-antítesis-síntesis, saltándonos la última parte. En presencia de amigos o conocidos, la represión de las buenas formas, un cierto respeto al protocolo, dilatábamos un tiempos la confrontación directa, lanzando genéricas argumentaciones poco comprometidas, sazonadas por francas indirectas hirientes, lanzadas como una salva en un funeral militar. Al aire, y con poco ruido.

Los dos éramos conscientes del ciclo autodestructivo en el que nos encerrábamos, como una especie de remolino de fuerza constante, que te engulle sin capacidad de huida. Pero, seguramente por razones distintas, no fuimos nunca capaces de eludirlo, de escapar, o de dejarnos engullir por él. Incluso hicimos algún tibio intento de recurrir a algún mediador bienintencionado, aunque su acción apaciguadora no duró mucho. No es que la tomásemos con él, como se podría pensar. Simplemente no nos hacíamos eco de su presencia, y se aburría mortalmente.

En ocasiones, las más profundas uniones, como sin duda era la nuestra, necesitan una mínima espoleta o cuña para hacerla saltar por los aires. Otras veces, es necesario un acontecimiento sobrenatural, y otras te separa el caudal de la vida. Sin estridencias, sin explosiones, solamente arrastrando, erosionando, y guiándote a terrenos muy diferentes de los deseados por uno.

En nuestro caso, mi trabajo fue el causante de la separación. Inicialmente seis meses, luego un año, y por último, el resto de mi vida. Necesario, conveniente, óptimo. En todo ello estoy de acuerdo. Pero triste, doloroso y oscuro, sin duda. Todo se intentó, teléfonos, internet, correo. Siempre había chispa, pero la inmediatez del otro, la respuesta arrogante, la argumentación excesiva y la pasión transpirada brillaba por su ausencia. Y esas nieblas, esas sombras en el alma, empezaron a acompañarme días, semanas y meses, hasta que pasaron a formar parte de la misma, de forma indivisible.

Se puede vivir sin pasión, sin chispa, sin estímulo. Se puede porque se hace, no es intuición, es un hecho. Yo lo hice. No se sufre, porque no traspasas al consciente la tristeza vital que te embarga. Simplemente, el alma se mueve a ciegas, porque la niebla no deja vislumbrar el camino, hasta que un día se hace totalmente opaca. Y ahí, el miedo te  impide avanzar. Y te detienes. Y retrocedes a lugares donde la niebla no es tan acusada: Las zonas de confort, bien iluminadas, bien delimitadas. Te adaptas y sobrevives, nivel I de Maslow. Pero sabes que hay otra cosa. Ojalá no lo supieras, sería más sencillo.

16 Comments

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  1. Conozco esas nieblas, esas sombras en el alma que van anegándola hasta inundarla de desolación. Pero hay relaciones dañinas que es mejor terminar, aunque parezca que te has quedado muerta en vida, pero como dices, se refugia uno en ese espacio intermedio donde se trata de sobrevivir, aunque no se viva.

    Buen relato, con mucha verdad. Un abrazo.

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  2. Primero quiero destacar que me he dado cuenta del cambio en el formato del blog, e imagino que la foto del pie de página fue tomada en la Plaza de Toros antes del toque de Loquillo…

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  3. Qué bonito todo cuando no es verdad.

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  4. Me ha gustado mucho! Pasa x el mío.intento hacer un libro online, con vivencias de un hecho real.Te atreves a conocer a Samara?

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