El Barman

No me hizo ni pizca de gracia que cerraran mi bar habitual. Estoy bastante convencido de que debe existir algún tipo de disposición normativa contraria a ese tipo de fechorías. No creo posible que ese lugar en el que has compartido penas, muchas más penas y penas de cojones, pueda cerrar de la noche a la mañana sin, que sé yo, un bando, una reseña en el Boletín Oficial del Estado, una circular a los clientes más habituales; Qué menos que un referendum.

No he querido profundizar en esa línea, pero he decidido rebelarme. No pueden contar con mi voto, con mi café diario, quería decir, si pretenden tomar decisiones unilaterales de tamaña gravedad. No es serio, no es civilizado, y no es cristiano. Por tanto, mi posición vital al respecto se radicalizó. Decidí no acudir nuevamente a ese local. Se trata de una decisión drástica, lo acepto. Pero el daño moral sufrido, las noches de insomnio, la búsqueda infructuosa de válidas alternativas, no puede ser reparada de cualquier manera.

Me guardé algunas excepciones para protegerme a mí mismo de tan extremo posicionamiento. Podría plantearme algún tipo de visita esporádica para casos muy concretos. Por ejemplo, que el nuevo negocio que sustituyera a mi bar de siempre (punzada en el corazón), fuese regentado en persona por algún músico (De rock and roll, obviamente. Cantautores descartados), que se comprometiera a realizar jam session sin previo aviso excepto a mí. Que la gerencia del establecimiento fuera asumida por una pareja de hermanas gemelas de extrema visibilidad, podría considerarse. Incluso algún escritor incluido en una muy corta lista, podría ser causa de recibir mi visita.

Para mi sorpresa, a los pocos días pude comprobar los profundos cambios a los que había sido sometido mi antiguo bar. Esa barra de madera aglomerada forrada en formica de imitación roble y cantones metálicos plateados. Esa encimera donde las botellas se alineaban con severa marcialidad, encabezadas por un whiskey DYC segoviano de diez años. Esas vitrinas inexistentes que permitían apreciar con zoom directo, cuál de las tortillas españolas era patatera y cuál estaba cuajada como manda el manual. Donde desechabas de entrada el croissant del viernes pasado, al que habías marcado mentalmente por una irregularidad en el cuerno izquierdo.

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En fin, mi bar, había sido sustituido no por un local con vitrinas y sandwiches preelaborados. No por un buffet de ensaladas. No por una pizzería, ni siquiera por un Starbucks donde te cobran cuatro euros por pintar tu nombre en un vaso de cartón. Mi bar había pasado a ser la reencarnación completa del Pub Seis Peniques, el primer pub que abrió en Madrid, al que entrábamos con mucho respeto, porque la vidriera que hacía de fachada no permitía distinguir si te podías tomar una copa o te estaban esperando agraciadas señoritas con minifaldas imposibles o escotes olímpicos. Del Monte Olimpo me refiero.

Imaginaos mi sorpresa. No la tenía contemplada ni en mis excepciones. Sigo prefiriendo a las gemelas, pero ni en mis mejores sueños podía imaginar que mi bar pudiera ser sustituido por un Pub, que ahora se consideraría vintage, soy consciente. Pero que a mí, particularmente, me parecía la menos mala de todas las metamorfosis a las que podría haber sido sometido mi establecimiento hostelero de cabecera.

Lo que ya me parecía poco probable es que el servicio, los productos, los precios, la atmósfera general del local, pudiese compensar la pérdida de mi bar. Pero resultaba poco realista mantener tan pesimista posición sin realizar un mínimo trabajo de campo. La prueba empírica es lo mínimo que debiera considerar un científico que se precie para poder emitir una opinión. Salvo que sea español.

No iba a ponérselo fácil. Decidí madrugar como siempre. A las seis de la mañana salía por la puerta de mi casa, con paso decidido, respaldado en mi interior por los acordes de la «Caballeria Ligera» de Suppé. No es que fuera la guerra. era mucho más importante. Mi vida, mis costumbres, mi agenda, mi libertad, se jugaban en los próximos minutos.

La primera fase, el horario de apertura. Si los nuevos dueños eran tan jodidamente vagos como para no estar de cara al público a una hora tan razonable como las seis de la mañana, no pueden optar a mi presencia. No pensaba reforzarles con mi asistencia diaria. Deberían buscar otro tipo de clientes.

Para mi sorpresa, el bar no solo estaba abierto. Los letreros de neón blanco de perfecta caligrafía lucían como recién fabricados. La puerta ligeramente entreabierta, invitando a franquearla, pero no a cualquiera, solo al que se atreviera a mirar en el interior. La acera exterior, inmaculada. Recién barrida y fregada, pero solo en la parte que alcanza los límites de la fachada. Llegó el momento.

Había elegido para ese día uno de mis atuendos deportivos más llamativo. Camiseta técnica de fibra del mismo color que los rotuladores de subrayado. ¿Verde fosforito o Rosa metálico? Los dos, para ser preciso. Pantalones tipo ciclista, de los que solo pueden sentar bien a cuatro o cinco privilegiados. Cascos enlazados al iphone, con música electrónica, para despistar. O sea, hecho un cromo.

De esta guisa atravesé el dintel con expresión desafiante. Avancé un paso y noté al momento una especie de arenas movedizas que acogían en su seno, con aviesas intenciones, a las zapatillas deportivas de ciento treinta euros que me había comprado por Amazon y que se parecían sospechosamente a unas que tenía de pequeño. Dí un paso atrás, temeroso de haberme posado encima de un perro de lanas. Cuando miré hacia abajo contemplé con alivio que se trataba de un felpudo, pero de los de antes, los que te dejaban los zapatos como los limpiadores de la Gran Vía, como si nunca hubieran salido de una caja de aislamiento infeccioso.

Hice el amago de usar el felpudo, me aproximé hacia la barra y mis codos se hundieron en una especie de protector de cuero y espuma de color verde oliva, que conformaba una verdadera Línea Maginot, que impedía el acceso directo a la madera de roble macizo de la que estaba hecha la barra. No es que estuviese fabricada en madera noble, talmente parecía que EL ROBLE, el padre de todos los robles, hubiese sido cortado en una única pieza y posteriormente moldeado para ser colocado allí.

A esas alturas ya estaba verdaderamente acojonado: Las botellas en perfecta geometría espacial. Las ginebras premium se codeaban entre sí, formando una especie de club exclusivo del que nadie podría ser miembro. Las botellas de whiskey pugnaban por el premio al mejor envejecimiento. Las cervezas daba miedo tocarlas, tanto por la severidad de su porte como por los óleos renacentistas que parecían sus etiquetas. Había licores de todas partes del mundo. Cristalería que tuve que mirar de refilón, no fuera a romperse. Y a los mandos, el barman.

Unos cuarenta. Moreno con infiltrados canosos. Pelo rizado tendente a la anarquía. Pequeña cicatriz irregular en la frente que se confundía con las arrugas inevitables de la edad y los pesares. Nariz de boxeador mediocre. Mandíbula con tendencias pendencieras. Enjuto, quijotesco. Impecablemente vestido con su pantalón negro camisa blanca, chaleco y pajarita igualmente negras. Y una voz de barítono retirado que obligaba a ser escuchada.

» Buenos Días, señor. Bienvenido» Yo pude pronunciar «Gracias» y no mucho más. Me olvidé de pedir y de hablar. Vaya sorpresa. Quién iba a decirlo. Pensaba encontrarme con un estudiante de intercambio rotulando un café aguado, y me encontraba en la Irlanda profunda. Cosas veredes.

Tras unos minutos de asombro, me decidí a poner a prueba el género, que para eso estaba allí. Iba a levantar la mano, o la voz y pedir lo mío, cuando el barman me puso delante una bandeja ovalada en la que se habían colocado dos rebanadas de pan de molde integral de no menos de dos centímetros de altura y otros diez de lado. Habían sido cortadas siguiendo la perfecta diagonal y los vértices de los triángulos formados apuntaban a los cuatro puntos cardinales. En el espacio que quedaba entre ellos, una pequeña porción de mantequilla derretida lo justo para facilitar ser aplicada en el pan. Dos cuencos de mermelada de fresa y albaricoque, servilleta de hilo y cubiertos robados del British Museum como mínimo.

A mi apertura de boca, el camarero colocó el vaso  en la boca de la cafetera y pulsó el botón hasta que adquirió las tres tonalidades que recoge el manual . Lleno hasta los tres cuartos de vaso y la leche hirviendo, vertida con espuma directamente importada de las nubes de los Alpes donde descansaba Heidi, su perro, su abuelo y ya no recuerdo cuantos más.

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Cuando me disponía a comenzar, sin que el asombro se me hubiera pasado totalmente, abrió el Marca por la página 2 y lo dobló con tiralíneas depositándolo a cinco centímetros del borde del plato. Lucía un aro de oro en el dedo anular de la mano derecha. Eso le salvó. Me hubiera declarado de rodillas al instante.

Cuando terminé el desayuno, pagué más o menos lo justo y me iba a casa completamente noqueado, me asaltaron las dudas. ¿Me habrá seguido en facebook y por eso sabe todas esas cosas? ¿Se lo habrá dicho el camarero anterior? ¿Será medium?

Al día siguiente, dispuesto a ponerle a prueba, no dije nada más que «Buenos días» Me apetecía un desayuno diferente, pero no pensaba decírselo. A ver si se tiraba a la piscina con el mismo de ayer y se quedaba planchado. Yo soy muy mío. No siempre quiero lo mismo, y no siempre estoy con el mismo humor. Esperé acontecimientos.

A los pocos minutos, se depositó en mi lado de la barra un croissant troceado respetando los diferentes estratos: Los cuernos por un lado, el primer escalón, y por último, el techo. Sin cubiertos. Con servilleta. Y un micro vaso de zumo de naranja recién exprimido. Café solo, mínimamente blanqueado. El diario económico y la cuenta en un plato.

¿Cómo había podido saberlo? Iba a tener un día de trabajo complicado, no podía entretenerme y necesitaba más cafeína. Lo más rápido, lo que me puso. Y el zumo me apetecía tanto como las gemelas.

Poco a poco, episodio tras episodio hube de rendirme a la evidencia. Ese tipo era un jodido mago. Aceptando lo evidente, poco a poco fui incrementando mi grado de confianza en él. También conocí a la cocinera, una andaluza cincuentona, guapa como la modelo de Julio Romero de Torres. Algún ayudante de barra, en fin, fui haciendo de ese pub mi nuevo bar de cabecera. El barman los trataba con respeto y educación, pero con un cierto distanciamiento que reflejaba la diferencia de clases. Ellos, a su vez, me trataban muy cordialmente, y a él, con respeto reverencial. Incluso miedo.

Un día, al llegar de mis vacaciones de verano, me dirigí sonriente a tomar mi desayuno, con la perspectiva de intercambiar experiencias veraniegas con el barman. No estaba. Supuse que seguía de vacaciones. Me atendió uno de los ayudantes. Le tuve que pedir lo que quería, llevarle de la manita con las cantidades,  las temperaturas, y el género que a mí me gustaba.

Soporté la situación dos días más. Al tercero pregunté expresamente por el barman. La respuesta me causó una extraordinaria sorpresa «Ya no trabaja con nosotros» «Como que no trabaja con vosotros», casi chillé. «¿Qué ha pasado?», pregunté entre sollozos mal contenidos. «¿Entre usted y yo? Se ha largado con la cocinera a montar un chiringuito en Torremolinos» Casi me da un soponcio. «Pero, pero….»

«Hombre, era evidente» «¿Que era evidente el qué?» a punto estuve de agarrarle de las solapas. «Que estaban liados» «Pues yo jamás podría haberlo sospechado»

«Claro, usted no es barman»

13 Comments

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  1. David Blasco Sandino 3 septiembre, 2016 — 10:47 am

    Sencillamente delicioso.

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  2. Me fue llevando, a ver a dónde llegaba. Lindo, deja un buen sabor. Un abrazo

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  3. Me ha gustado mucho. Me ha encantado tu descripción del local, de los desayunos, de tus sensaciones…
    Nos hacemos esclavos de nuestras costumbres y nos gusta cambiar, pero tu historia nos demuestra que los cambios pueden ser a mejor… aunque, visto lo visto, volvemos al principio.
    ¿Era mago el barman…?
    Un abrazo.

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