El Hilo de Ariadna

Ella acudía en calidad de consorte, técnicamente hablando. Como acompañante del invitado. Un papel secundario, normalmente incómodo. No conoces a nadie, te presentan a todos, saludas, besas, recuerdas (a veces) Una de estas situaciones a las que uno acude obligado por el protocolo, la urbanidad, la clásica educación recibida.

Yo era uno de los invitados. De la pandilla de toda la vida. Tanto la novia como el novio, de los nuestros de siempre. Conocía a todos, ella incluida. Estaba en mi salsa, en mi ambiente, con mis amigos. Tranquilo, sosegado, con esa mezcla de fastidio y expectación que suelen generar este tipo de eventos.

Al final no quedó mala tarde. Tras la ceremonia religiosa, a la que acudió la absoluta mayoría de mujeres y calzonazos, nos dirigimos hacia el complejo hotelero en el que se celebraría el oportuno banquete. Llegamos con tiempo; El suficiente para valorar con atención la exhibición ornamental y paisajística del lugar. Macizos de rosas dispuestos en riguroso polígono se alternaban con setos de cupresáceas en marcial formación. La mantelería, de hilo, como las de antes. Bien elegido el suave color crema para las servilletas, presentando un leve contraste con el blanco formal de las mesas. La cristalería, de calculada fragilidad, con bajas seguras durante el convite. Los platos, en cerámica sevillana o al menos memorable imitación. Quizá fallaba la cubertería, con solo 6 piezas a cada lado del plato.

La disposición espacial asemejaba al sistema solar que nos enseñaban de pequeñitos, con pequeños satélites de cuatro comensales rodeando los grandes planetas que formaban las mesas más numerosas. Calculada distribución para un aforo tan heterogéneo. Las afinidades entre los asistentes habían sido bien estudiadas. Sin rencores ancestrales ni enemistades francas sentados a las mismas taulas.

Tras una larga maniobra exploratoria, deduje que tras la cena habría una sobremesa ligera, para posteriormente ejecutar un trasvase de invitados hacia una especie de caballerizas remodeladas con extremo respeto a su historia; Desde allí se prolongaba un amplísimo porche relleno con pequeños círculos de butacas de exterior. Allí irían las copas. El baile, en una especie de helipuerto domesticado, tal era el diámetro. Los altavoces, izados sobre los huecos que formaban las ramas principales de los robles que flanqueaban ese original lounge. Sonarían los clásicos y los temas de moda, seguramente bajo el control de un disc jockey cuarentón.

Todo controlado…o casi.

No me causó especial impacto. Ya suponía que acudiría, y ella a buen seguro, contaba con mi presencia. Desde aquellos tiempos mozos, nos habíamos visto con frecuencia, siempre con los amigos comunes, en actos sociales de diversa índole y frecuentando los mismos lugares de veraneo. Nunca detecté problema alguno, lo que hubo entre nosotros fue brevísimo, si es que llegó a ser, que lo dudo. Por darle un nombre, diría un amor de verano, fundamentalmente para situar al lector. Pero ni a eso alcanzó. Unas breves y confusas conversaciones, unos roces, unas miradas, quizá alguna esperanza mutua.

Desde entonces, crecimos, estudiamos, trabajamos, sufrimos y vivimos, cada uno en su lugar. Un seguimiento frugal, un cómo estás. La vida. No nos acercó lo suficiente, nos mantuvo distanciados, y no hicimos nada especial para remediarlo. Seguramente ni quisimos ni debimos. Sin rencores ni deberes. Esa era mi vivencia.

Casualidades de la vida nos llevaron a compartir mesa. Y más coincidencias, nuestras tarjetas contiguas. Ahí detecté un fallo de organización. En el plano estábamos en la misma mesa pero en lugares más alejados. Se les debió escapar. Tampoco hubiera podido hacer mucho. Me senté de los últimos, me retrasó el exhaustivo examen del complejo.

Abrazos a su consorte y resto de varones presentes. Sonrisas y besos a todas las invitadas y acompañantes. Los últimos para ella. Todo en orden. El protocolo a salvo. La velada, según lo previsto. Se prometía agradable, superficial y divertida. Objetivo realista y a nuestro alcance.

La sucesión de bebidas y viandas transcurría con precisión milimétrica. Los camareros, de la Facultad de Hostelería de algún sitio; Los platos, servidos en una horizontal perfecta, trazada con un nivel imaginario. La copa, rellenada en cuanto bajaba del treinta por ciento de contenido. Las añadas, irreprochables.

En ese entorno, se apiñaban las anécdotas de tiempos pretéritos. Compartir los años jóvenes es una pequeña maldición, porque hay pocas opciones de engañar. Todo lo que somos ya lo éramos, y pretender lo contrario es un ejercicio completamente inútil. Ir de formal entre los que te acompañaban a saltar las vallas de las piscinas o a descubrir la bendita maldición del alcohol, es exponerse al escarnio público, al jolgorio generalizado y al ridículo más espantoso. Sin duda, lo más digno es unirse al coro de risas, reconocer la inocencia de otros tiempos y afrontar con deportividad lo que fuiste y lo que eres.

En mi caso, tenía una cierta ventaja, porque había acudido sin acompañante y sin coche. Lo primero me permitía cierta libertad de actuación, defensiva u ofensiva si me ponían contra las cuerdas. Lo segundo facilitaría el incremento de mi tasa de alcoholemia sin rigores penales asociados. Mi comensal adosado o sea, ella, permanecía bastante callada, probablemente por ser consorte y por estar con su consorte. También porque había descubierto el truco de la copa, y bebía lo justo para que se la rellenaran. Lo que venía a significar que se plimpaba el setenta por ciento restante. Me hizo gracia, pero no comenté nada. Contaba con su ingenio y su rapidez de reflejos, su preparación y sobre todo, su risa. Seguramente harían su aparición en algun momento, estaba seguro.

Con lo que no contaba es con que sacara la guadaña sin provocación previa. Si es que no había pasado nada. La conversación recorría las etapas previstas. Creo que hablábamos de lugares frecuentados por los que formábamos ese pequeño ejército de adolescentes, cuando hizo mención expresamente al que había sido nuestro pequeño refugio, el escenario de nuestros…acercamientos .El comentario pasó totalmente desapercibido para mí. No pude apreciar cambios de tonalidad, de expresión o de timbre que me hiciera sospechar nada en absoluto.

Tardé tres platos y dos postres en darme cuenta de por dónde venían las cosas. Ese lugar. El de nuestro coqueteo, nuestro affaire o nuestro nada. Rebobiné mentalmente y rápidamente deseché el pensamiento. Definitivamente no tenía nada que ver conmigo. Un comentario casual.

De hecho fue el último que realizó. Volvió a su papel secundario, el de la consorte arrastrada a la celebración de los amigotes. Ya no me miró, ni se dirigió hacia mí. Apenas contestaba mis comentarios. No supe a qué atenerme. Un simple bajonazo, supuse. Enseguida se fueron sucediendo las etapas, las fases protocolarias. Del café, al cava, al brindis, al «vivan los novios», a los aplausos. Desde allí, con una exquisita sutilidad se nos invitó a proseguir la fiesta en el porche de las caballerizas. Y allí nos dirigimos.

Nos fuimos acoplando en las sillas, en tácito respeto a la formación de la mesa, por lo que volvimos a coincidir ella y yo. Su actitud no mejoró en exceso, rayando incluso en la falta de respeto al protocolo. Eso llamó mi atención. No había sucedido nada tan grave como para eso. Pensé en comentarlo con ella, cuando bruscamente se dirigió a su marido para avisarle de que se alejaba un momento. No creo que él la oyera, pero seguro que no la escuchó. Pensaba que iría hacia los aseos, al interior de las caballerizas, y pospuse mi interrogatorio. Me levanté, solicité una copa menor, de comienzo de fiesta. Un gin tonic suave, digestivo, de inofensiva transparencia aparente. Dí la espalda a la barra, y ella enfrente de mí, con expresión dura y divertida.

Me quitó la copa, se desplazó hacia una rosaleda hexagonal y se colocó en su interior. Me dirigí a la barra de nuevo, y el camarero, cum laude, con una copa de repuesto. Ese sí que es un Santo oficio.

Dado que me había hurtado la copa, deduje que se le había pasado lo que fuera o fuese que le estuviese rondando la cabeza. Me introduje entre las rosas, rozándome con las espinas y sufriendo por el traje. Ella lo arregló bien rápido. Me obligó a quitarme la chaqueta, supuestamente para no estropearla. Lo de la corbata, no acabé de entenderlo, y lo del beso, ni les cuento.

A esas alturas, mi segundo nombre era perplejidad. No opuse resistencia, tal era mi confusión. Me dejé hacer, como un simple varón intentando ordenar el hilo de Ariadna. Claro, ya llegó un momento en el que empecé a relativizar la importancia de lo sucedido. A los efectos, una ecuación con demasiadas incógnitas que había que simplificar. Comencé devolviéndole el beso, modificado, humedecido y amplificado. Después protegí sus ropas de cualesquiera espina que hubiese en derredor, extrayéndola de una en una o de dos en dos, y colocándolas en calculada anarquía, es decir, donde buenamente las colocase Newton.

En este tipo de situaciones, ya habrán observado que lo mejor es identificar el misterio, disfrutarlo al máximo, y con suerte, que se lo expliquen a uno al final. Yo tuve suerte, ella no me dejó con la duda. A mi pregunta, que no sé como la formulé, pero quería decir inequívocamente que a que coño venía todo eso, ella tenía una clara respuesta:

«Tú, es que eres gilipollas»

9 Comments

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  1. ¡Últimamente hay mucho «amor» desconcertante por aquí!
    De todas formas dicen que se liga mucho en las bodas. Yo no he tenido el gusto (gracias a Dios, por otro lado), suficiente tengo con soportar tal ceremonia social ¡con toda esa gente!
    Buenas descripciones. Sí señor. Un saludo:)

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  2. ¡Una obra de arte!
    Pobre esposo…

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