Una Historia De Amor (O Viceversa)

Como se producen los accidentes: De la manera más tonta. No hubo presentaciones formales, ni amigos comunes. No hubo acercamientos en el cine, ni siquiera derramé su copa en la disco. Simplemente coincidíamos en el mismo bar, de forma completamente inofensiva. Yo en la barra, como los varones ibéricos; Ella en la mesa de la ventana. A mi lado un cargado doble con mínima sombra láctea. A su frente, tetera británica de caolín. En la barra, el Marca plegado con precisión milimétrica. En la mesa, algún autor sureño, según la semana.

Y en nuestras respectivas posiciones, bien pudieron vivir las horas, los días y las estaciones. Proximidad en la semana laborable, vidas divergentes en el fin de semana. Y el lunes, el reencuentro. No sé para ella, pero para mí, su presencia en aquel bar los lunes a las ocho, venía a confirmar la rutina, la ocupación, la responsabilidad, la sencillez.

La culpa no fue de nadie, pero se la asigno al camarero. En lugar de mantener celosamente las intimidades de los clientes, se permitió comentarle a la dama de la ventana mi profesión habitual. Da mucho juego, estoy de acuerdo. Pero no debió haberlo hecho. Ambos se lo hubiésemos agradecido hasta el fin de nuestros días.

El caso es que iba bien. No le di importancia alguna. Una presentación de cortesía, unas frases de rutina, una sonrisa cortés. Claro que vi sus ojos, no faltaba más. Como para no darse cuenta, que chorrada. Recibí la invitación al asiento, acepté como manda el protocolo.

La jodimos bien.

Obviamente se acabó el anonimato. Comenzaron los «buenos días», «parece que hace buen tiempo», «estos políticos son todos iguales», y esas frases tan manidas y carentes de profundidad que constituyen los argumentos de conversación rutinarios. Ya saben, las felicitaciones navideñas, qué tal las vacaciones, quiero jubilarme ya, y ese tipo de cosas.

Un día invernal, aún lo recuerdo, acaso confundí una gota de lluvia al otro lado de la ventana con efluvios lagrimales. Puede que no, ahora que lo pienso. Pero es que los caballeros no podemos hacer caso omiso a ese tipo de cosas. Y me abalancé con las mejores intenciones, la de ayudar, la de consolar o apaciguar. Me despidió con seguridad, pero con clase. Se encontraba bien, tales fueron sus palabras. Pensé que había cruzado el Rubicón, y que tal exhibición de cercanía sería seriamente penalizada con la ausencia o la indiferencia cuando menos.

Me sentí muy culpable al dia siguiente y unos pocos más, cuando su sitio habitual permanecía solitario a las horas y los días habituales. Me castigué por ignorante y por torpe. Por intrépido y osado. Por ingenuo y orgulloso. Por todos los pecados capitales. Bajé la guardia y volví a la barra. A la rutina, al Marca, al cargado. Con sentimiento de culpa, pero de una pieza.

Unas pocas lunas después, hizo una aparición frugal. Sin comentarios, ni saludos ni frases protocolarias. Pude cazar una frase al azar en una conversación telefónica, y deduje que razones profesionales la habían apartado de la mesa de la ventana. Aún así, no me iba a pillar en una nueva. Reduje el contacto al saludo estrictamente formal, y me posicioné en el lugar más alejado de su mesa. En la esquina del ring, podríamos decir.

Poco a poco la rutina fue adentrándose en ambas agendas. Volvimos a nuestros puestos, a nuestros horarios y a nuestras costumbres. No se intensificó el contacto, pero al menos conservamos las formas. los gestos y los saludos. Regresamos a nuestras esfera de confort, manteniendo las distancias, pero con puentes tendidos.

Debió ser en Navidad. No se al lector, pero en esas fechas soy capaz de todo. Recibo un insuperable estímulo vital, capaz de derruir barreras y represiones. Los preparativos, los colores, los efluvios, las sensaciones. Y yo con ello. Quizá por esa razón me atreví a ofrecerle una golosina navideña, cortesía de la casa. Ella rechazó el dulce, pero no el gesto. Impactó (es la palabra exacta) su mirada en la mía, con un gesto ecléctico, entre curiosidad y agradecimiento, que me animó a seguir adelante.

Me senté. Más por placer que por educación. Me apetecía explorar la situación. No se si por curiosidad o por deseo. De ambos suelo ir sobrado, pero más en esas fechas. Y no diría que me sorprendió la extrema facilidad en el diálogo. Los temas iban sucediéndose unos a otros, sin escalones, sin cortes, como lo haría un buen disc-jockey. Y sin forzar, todo sucedió de forma natural. Intercambio de teléfonos, promesas de llamadas, roces tangenciales y miradas esperanzadas.

Ahora que todo acabó, puedo decirlo. Maldigo ese momento, ese dulce navideño y esas miradas. Hubiera preferido no conocerla, no contactarla, no aproximarla a mi vida. Porque nunca tan poco presagiaba tanto, tantas esperanzas, tantos deseos, tantas conexiones, tantas vivencias. Y todo quedó en nada. O en muy poco. Al tener las estrellas al roce de las yemas de tus dedos, no puedes conformarte con observarlas en las noches claras, por mucho que aprecies su brillo, su intensidad y su fulgor. Deseas alcanzarlas, capturarlas y hacerlas tuyas. Y no pudo ser. La vida lo impidió. ¿Y a quién puedes reclamar? ¿Al destino, al universo, al big bang?

Lo tengo claro. Hubiera preferido seguir en mi lado de la barra, con mi cargado y el Marca. Sin esperanzas, sin deseos y sin estrellas. Ella hubiera seguido en su mesa, con su infusión. Y los dos hubiéramos vivido infelices, sin molestar ni estorbar a nadie. Especialmente a nosotros mismos.

Solo en Navidad me planteo si mereció la pena, y apenas me asalta la duda. Pero Navidad está muy lejos, y en la barra del bar estoy a diario.

 

 

 

5 Comments

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  1. No me voy a poner con el «más vale amar aunque duela» y esas cosas, porque a los hechos me remito. Mejor, trataré de averiguar: ¿De verdad se liga a las 8 de la mañana? ¿Con gente normal? ¿No con zombies?
    Quizá, a tu protagonista, eso le sirva de advertencia: no ligar con gente dispuesta al flirteo a las ocho de la mañana, NO SON DE FIAR.
    A esas horas una persona normal odia al mundo y bebe un café tras otro, sin más.

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    • Si te das cuenta, ninguno de los dos trata de ligar. Ellos están a su café o infusión respectivamente. La responsabilidad es íntegra del malaje del camarero que les presenta, y del maligno influjo navideño que remata la faena.
      En todo caso son culpables in vigilando, tendrían que haber estado más atentos para no perderse en tan proceloso amorío. Lo bien que les hubiera ido si solo hubieran hecho una leve inclinación de cabeza matutina y haber seguido concentrados en el Marca y Faulkner respectivamente. Aunque fuese todos los días de la marmota.
      Por otro lado, hay gente tan perdida que les vale las ocho de la mañana hasta para eso.
      Gracias, como siempre. Espero haber cumplido tus elevadas expectativas

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  2. Muchas gracias. Amores de barra, como la canción

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  3. «Pero Navidad está muy lejos, y en la barra del bar estoy a diario.» ¡Buena!

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